martes, 14 de julio de 2015

La bruja que hizo rico al pobrecito

Por Nelson Lombana Silva

Cuento.-Al terminar la jornada, una vez cenábamos, mi padre nos reunía en el largo corredor a contarnos cuentos. Mientras el sol se iba perdiendo tras las copas de los árboles y los arbustos de café, él se sentaba en un taburete, prendía un cigarrillo “Piel Roja” sin filtro y mientras sorbía un pocillo de café oscuro daba libertad a su imaginación. Expectantes escuchábamos el relato apretando los puños de nervios. Era un relato diáfano, emotivo y expresivo. Le colocaba todo el drama. Parecía una novela de Alan Poe. No existía ni la televisión, ni las cadenas radiales. La familia se reunía en conjunto a departir y compartir estas historietas espeluznantes con qué entusiasmo y emotividad.



Mi padre era analfabeto. No sabía ni leer ni escribir. Pero tenía una facilidad de expresión impresionante. Modulaba con qué fuerza su voz para subir y bajar la tonalidad durante el relato. Era alto, serio y de ojos zarcos. Ejercía autoridad y credibilidad en cada relato que contaba. No titubeaba. Por el contrario. Era certero en la frase, la adornaba con qué facilidad. Era conservador, pero votaba de vez en cuando. No era partidario de la política. Tenía amigos liberales en los momentos más aciagos de la violencia inventada por los partidos tradicionales. “La política es para los políticos”, solía decir.


La tarde que contó la historia de una bruja que hizo rico a un pobrecito, recostó su taburete sobre la pared del largo corredor y advirtió que sí éramos muy nerviosos era mejor no escuchar la historia, porque posiblemente esa noche iríamos a tener pesadillas. Insistió en varias oportunidades y siempre obtuvo la misma respuesta. Creo que era cuarto creciente.


Suspiró y comenzó el apasionante relato de la manera más natural y amplia. “La plata – dijo – no es para todo el mundo”, fue como la moraleja que dijo de primero.


Había en la región un campesino muy pobre que tenía mujer y una docena de hijos, vivía en precarias condiciones en la finca propiedad de un compadre exageradamente tacaño. Todos los sábados tomaba licor y regresaba a la finca casi al amanecer. Una vez, para semana santa, se emborrachó como de costumbre y se fue después de las diez de la noche, al llegar a la quebrada de aguas cristalinas y cruzarla, encontró un ataúd negro atravesado en el estrecho camino. Nervioso intentó cruzarlo pero no pudo. Cayó privado y solo despertó cuando cantó el gallo del vecindario a las cuatro de la mañana. Se incorporó asustado y continuó la marcha. Le comentó la historia a la mujer. Ella le respondió: “Eso le pasa por sinvergüenza”.


A los ocho días siguientes hizo la misma gracia. Se emborrachó, se marchó y volvió a encontrar el ataúd y cuatro cirios encendidos. Volvió a quedar privado hasta las cuatro de la mañana cuando cantó el primer gallo del vecindario. La historia se hizo frecuente. El campesino contó la historia y nadie le creía. “Es una fanfarronada”, decían sus compañeros de licor.


Pero con el tiempo apareció un viejito que nadie conocía en la región y al escuchar la historia le puso atención. “Yo sí le creo”, dijo. Lo miró de arriba abajo comentándole su creencia. “Hay dos posibilidades – dijo – una que lo van a matar muy pronto y dos, que una bruja lo quiere hacer millonario. No hay más interpretaciones”, le dijo sin emocionarse.


El campesino se encogió de hombros y suspirando profundo apuró el sorbo de licor, miró a su alrededor y bajando la voz le dijo casi al oído al viejito que atento lo miraba: “¿Qué hago?” El viejito al momento de pedir otra tanda de bebida embriagante, le contestó con la misma naturalidad, sin perder la serenidad, pero sí con mucha seguridad: “Si tiene pantalones, hágalo; a Santa Rosa o al Charco”.


El campesino resignado a su suerte no tuvo mucho que pensarlo. “No tengo nada que perder, pero mucho qué ganar”, dijo. “Ya viví lo que tenía que vivir”, agregó. “Haga lo que le digo y adelante”, dijo el viejito al incorporarse y marcharse por la larga callejuela en penumbra con pasos lentos.


El campesino hizo todo al pie de la letra. Se compró una botella de aguardiente y se fue con cuatro cirios y una caja de fósforos. Ahí estaba el ataúd negro con los cuatro cirios que ya se acababan. Sacó los suyos y los colocó encima de los que estaban y se sentó a un lado a tomarse la botella de aguardiente esperando que fueran las doce en punto. La noche era oscura y solitaria. Solo el ruido de los bichos nocturnos. Tomaba y tomaba y sentía que no se emborrachaba, los nervios lo traicionaban. Sentía que la cabellera se le erizaba y la respiración se le dificultaba.


Cuando fueron las doce en punto, se puso en pie sacó el fuete de cuatro ramales y comenzó a golpear el ataúd, diciendo: “Parte de Dios o parte del Diablo, dime: ¿Qué quieres?”


El ataúd después de ser golpeado violentamente, comenzó a moverse. A chirriar las mohosas bisagras y lentamente se fue abriendo. El campesino no paraba de golpear. Una mujer de piel blanca, de mirada taciturna, envuelta en túnica blanca y mortaja del mismo color, poco a poco se fue sentando y mirándolo, le dijo: “No me pegues más, yo te voy a ser millonario”.


Atolondrado el campesino dejó de pegarle. La mujer salió lentamente y caminó por el pequeño sendero que daba a la casa. “Sígueme”, dijo con voz suave. El campesino la siguió a corta distancia. Era una mujer hermosa, alta de mirada triste. La casa era de dos pisos. “Espérame aquí”, dijo y abriendo los brazos voló. A los cinco minutos regresó llevando un barretón y avanzando hasta un naranjo, en un pequeño plan clavó el barretón con cierta fuerza. “Mañana – le dijo – venga y escarbe”. Lo miró de nuevo a los ojos y le dijo: “No me delates”. El campesino no tuvo tiempo de contestar. La mujer voló perdiéndose en la distancia.


Al otro día, después de las nueve de la mañana, volvió el campesino y sin más rodeos escarbó encontrando un hermoso tesoro que lo hizo rico por el resto de sus días y toda su descendencia hasta la quinta generación. Buscó al viejito pero jamás lo encontró. La avaricia lo cegó de una vez y para siempre. No se dio cuenta que el dinero corrompe sobre todo cuando es mal habido. 

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