martes, 17 de febrero de 2015

La muerte de mi hermano también fue su responsabilidad

Crónica de una muerte anunciada Foto espadequinto
Por Nelson Lombana Silva

Por estos días, hace 21 años, mi hermano Rodrigo, caída herido de muerte en las calles desérticas del municipio de Anzoátegui (Tolima). Varios impactos con revolver casi a quemarropa, lo dejaron tendido en la pequeña cantina de la esquina. Lo vi tendido en el piso, con los brazos abiertos en cruz, inmóvil. El médico del hospital local “San Juan de Dios”, que casualmente pasaba por allí, le prestó los primeros auxilios. “Todavía vive”, dijo.



Con un grupo de personas, de las cuales no recuerdo a ninguna, lo llevamos al centro asistencial que queda a dos cuadras. Lo entramos por urgencias. El médico entró rápido a atenderlo. Esperamos en el pequeño zaguán. Fueron minutos eternos. Al fin apareció con su bata de médico teñida de sangre campesina y humilde. “¿Hay posibilidades de que se salve?”, le preguntamos. Él nos miró inseguro: “Cincuenta, cincuenta”, dijo en voz baja. “Tiros en la cabeza son muy complicados”, agregó por entre los dientes.


La remisión fue casi inmediata para el hospital regional Federico Lleras Acosta de la ciudad de Ibagué. Por carretera destapada la ambulancia descendió vertiginosamente. Parecía un bólido. El esfuerzo se hizo. Pero los tres disparos habían sido certeros. “No entiendo por qué este muchacho aún está vivo”, dijo el médico de turno que lo recibió allí.


La agonía duró una semana. Sin embargo, murió cuando más aliviado se veía. Durante el velorio alguien dijo en voz baja: “Es que uno se alivia para tener alientos de morirse”.


Los medios de comunicación especularon con su muerte. Incluso, algún medio impreso se atrevió a decir que el sicario se había equivocado porque el objetivo era quien escribe esta nota. Esa versión nunca se clarificó, tampoco los autores materiales e intelectuales del crimen, todo quedó en los brazos huesudos de la impunidad.


Los rumores corrieron por aquellas calles desérticas de cordillera. Al parecer a mi hermano le había pasado, lo que le pasó a Santiago Nassar en la obra “Crónica de una muerte anunciada” de Gabriel García Márquez, en cuanto a que todos sabían en la comarca que lo iban a matar menos él.


Muy pocos se atrevieron a condenar a los criminales, no porque mi hermano fuera mala persona, sino el prurito que hay de responsabilizar a la víctima. “Yo me cansé de suplicarle que se fuera del pueblo”, dijo mi hermano Gustavo, para solo colocar un ejemplo ilustrativo.


Mi hermano era un campesino que trabajaba de sol a sol durante la semana. Gustaba de la fiesta, la música alegre, especialmente de Lisandro Mesa, Alfredo Gutiérrez y la música ranchera. Le gustaba departir con sus amigos. Era conversador incorregible y padre de varios niños y niñas.


Durante la homilía exequial, presidida por el cura natural de este municipio, Ismael Cardona, con quien había tomado licor en varias oportunidades, dijo: “La venganza no es contra la persona asesinada, es contra los familiares. Me pregunto: ¿Qué culpa tienen los niños y las niñas que quedan huérfanas?”


Mi hermano no era capaz de matar una cucaracha. Era un modesto obrero que se comió las verdes y las maduras arando el surco en distintas zonas del país. Estuvo en San José del Palmar (Chocó), en San Vicente del Caguán, Cartagena del Chairá (Caquetá), lo mismo que municipios como Líbano, Santa Isabel, Cajamarca, siempre trabajando a la intemperie.



Fue asesinado y al parecer fue por su propia responsabilidad. 


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