miércoles, 30 de julio de 2014

Crimen por amor (Cuento)

Por Nelson Lombana Silva


Se inclinó para empujar la silla de ruedas por el estrecho corredor dejando escapar un suspiro cenagoso que se confundió con el calor abrazador de las cuatro de la tarde. Fue hasta el fondo, dio un giro a la izquierda e ingresó al cuchitril de concreto mirando de reojo el frondoso Mango en cosecha que permanecía inmóvil. Sacó del bolsillo el pañuelo blanco a rayas negras y pasándolo por la cara invitó al reportero para que siguiera y se acomodara en la pequeña salita adornada con un cuadro de gallos finos de pelea y en la otra pared la fotografía añeja del ex presidente de la república Laureano Gómez.



Su rostro magro, ojos color miel perdidos en las arrugadas cuencas, nariz achatada y labios delgados pálidos, parecía un ser escapado de ultratumba que se paseaba sin rumbo fijo acosado por los recuerdos que lo atormentaban a cada paso que daba. Su cabellera lisa y canosa caía caprichosa y desordenada sobre sus hombros contrechos. “Sé lo que soy – le dijo sin rodeos al reportero – una piltrafa humana que está pagando lo que debe, pero ha de saber que todo lo hice por amor”.


Hablaba con dificultad. Sin embargo, la frase la terminó con fuerza, con absoluta convicción, como intentando justificarlo todo desde la perspectiva del amor. “Por amor – agregó – se hace hasta lo imposible”. El reportero no contestó. Era acuerpado y de pocas palabras. El indeleble rastro de la timidez aparecía en su rostro adiposo y redondo. Lanzando los consabidos ayayáu se acomodó en el pequeño diván polvoriento, estirando primero una pierna y luego la otra. Sudaba copiosamente. “Hace mucho calor “, dijo por entre los dientes. “Eso mismo decía yo recién llegado a este pueblo polvoriento”, respondió quitándose de nuevo el sudor de la frente. 


A través del desvencijado ventanal el reportero vio pasar cientos de niños con sus uniformes desteñidos unos cantando, otros riendo, otros haciéndose bromas entre sí. Cruzaron de largo imbuidos de inocencia preclara que el reportero destacó. “Son criaturitas inocentes”, dijo. “Quizás como fuimos nosotros”, contestó Anselmo mostrándole el catalejo con el cual usualmente los seguía por la larga avenida hasta que entraban en sus respectivas viviendas.


Una ráfaga de zancudos invadió el recinto como era la costumbre a esa hora. El reportero no daba abasto evadiendo bichos. Anselmo lo miró y sonriendo levemente giró la silla de ruedas para alcanzar el enchufe del ventilador eléctrico. “Esto – dijo – los manda a la mierda”.


El viento brusco del ventilador desparpajó a los zancudos pero también los papeles que había en el centro de la mesita, incluyendo la pequeña libreta de apuntes del reportero. Esta salió disparada por la pequeña puerta. El reportero se incorporó y corrió tras ella por la avenida calcinada por el calor soporífero. Los niños armaron tremenda gritería viendo al obeso reportero correr y correr. “Corre más una tortuga con reumatismo”, gritaron en coro.


El reportero no contestó. Resignado continuó con la persecución entre la aguda bullaranga de los pibes, hasta recuperar la libreta de apuntes. Entonces giró y regresó al aposento. “Me está matando el ácido úrico”, dijo en voz alta al ingresar a la salita donde el anfitrión se lamentaba del incidente y no encontraba palabras adecuadas para expresarlo. “No te preocupes”, dijo el reportero acomodándose de nuevo en el mismo asiento tomando las medidas de precaución. Volvió a quitarse el sudor grasoso que hacía que su camisa se adhiriera a la piel. “Esto es un infierno”, dijo. Anselmo sonrió. “Yo era de la cordillera, de la vereda Papayal”, contestó con aire irónico. “El hombre es un animal de costumbres, según dijo el filósofo Aristóteles”, dijo el reportero mientras preparaba la cinta magnetofónica. Anselmo suspiró al responder: “Eso somos: Animales que nos auto consideramos reyes de toda la naturaleza”.


Tímido e inseguro el reportero revisó la libreta de apuntes y levantando su mirada pesada introdujo el tema objeto del reportaje yéndose por las ramas para evitar crear el menor daño posible. Dio vueltas y atajos que Anselmo escuchó ensimismado con cierta impaciencia. Su rostro macilento se contrajo dejando escapar cierto tufillo de enfado y moviendo la silla de ruedas para quedar más cerca, lo miró desafiante. “Sé a qué vienes, periodista”, dijo seco.


Temeroso el reportero movió las teclas de la grabadora que bien parecía un panelón y colocándola sobre la mesita escuchó atento el relato pormenorizado de Anselmo, quien pausadamente fue contando la historia sin omitir detalles. Haciendo alarde de una memoria asombrosa contó detalle por detalle los sucesos que habían conmocionado hace treinta años toda la región y el país, pues los medios de comunicación presentaron el suceso con sensacionalismo y despliegue inusitado. Era un relato crudo y directo, salvaje y humano. Lo decía con qué facilidad, pero sobre todo: Sin ocultar su amargura. Esta conducta la observó en reiteradas oportunidades el reportero y siempre contestó lo mismo con la misma tranquilidad: “El luto se lleva por dentro, es un problema del alma”.


La conocí una mañana de octubre cuando su padre me llevó a su casa a calmar la resaca de la noche anterior. Creo eran las 5:30 cuando llegamos llevados de la rasca dando tumbos por el camino pedregoso. Ella ya estaba en la cocina moliendo el maíz para las arepas, mientras su madre solemne atendía el fogón. Al vernos llegar nos miraron por la pequeña ventana con frustración contenida e invitándonos a seguir nos ofrecieron tinto cerrero. “Eso los alivia”, dijo la matrona.


Haciendo esfuerzos por sostenerme en pie miré el rostro de la joven quien no paraba de moler, consciente que estaba retardada. Mi mirada vidriosa recorrió su esbelto cuerpo solo en un instante. Ella agachó su rostro y continuó, mientras yo hacía esfuerzos por sostenerme  apoyado en la columna. A pesar de mi beodez sentí un corrientazo, la mejor sensación del mundo. Y a pesar de estar como estaba sentí vergüenza. Era mocetón que frisaba por los veinte años. Me acomodé en la banqueta sin pulir y una vez tomé el tinto cerrero me despedí pero el patrón se opuso y dijo que me acostara. Lo hice. Era un camastro largo de madera caoba con esterilla de guasca de plátano y un par de mantas de colores acosadas por el uso. A pesar del impacto que me produjo la joven que molía el maíz, rápidamente quedé dormido, privado. Eran tres días de parrando sin dormir con motivo de las fiestas reales en homenaje a la virgen del Perpetuo Socorro.


Desperté después de las cuatro de la tarde. Miré a mi alrededor y una vez tomé conciencia donde estaba me incorporé me coloqué la ropa de la mejor manera, la cual estaba impregnada de licor y pasando discretamente al lavadero me eché agua en la cabeza, en las manos y en los brazos. Al terminar y coger una toalla que estaba a mi alcance, sentí una mirada penetrante, giré y era ella, me observaba mientras recogía la ropa que había extendido para que se secara aprovechando el día soleado. Al notar que la había sorprendido mirándome, agachó la cara y se marchó precipitada entrando a su cuarto. No la vi más esa tarde.


Con la velocidad de la luz en el vacío, que dicen los sabios que se desplaza dizque a 300 mil kilómetros por segundo, me obsesioné locamente por esa criatura que surcaba los veintiún años. Desde ese día solo pensaba en ella. Era un flechazo de largo calibre. El primer pensamiento al despertar era ella y me dormía tarde de la noche, a pesar del duro cansancio, solo pensando en aquella mujer que me parecía la mujer más bella y perfecta en toda la comarca. La primera en percatarse fue mi madre. Me sorprendió cierto día al servirme el tinto cerrero: “Estas enamorado, ¿Verdad?”, me dijo irónica. No le contesté. A la hora del almuerzo insistió. “Sí,  - le  dije – de un imposible”. Dejó escapar una carcajada estridente que alertó a los demás trabajadores, creo que eran trece conmigo. “Mijo – dijo – sin impacientarse: No hay imposibles cuando media el amor”. No contesté. Era tímido. 


Toda la tarde los compañeros insistieron con sus bromas afirmando que el potencial suegro era más peligroso que tocarle los testículos a un muleto. Ayudé con la broma y así me los quité fácilmente de encima. Les dije citando una canción mejicana de Vicente Fernández: “No me sé rajar”, pues estaba dispuesto a hacer hasta lo imposible.


Al despertar lo primero que venía a la memoria era el rostro de la bella campesina cordillerana. De igual manera, el sueño me vencía pensando en ella, imaginándomela a mi lado jugando, riendo o simplemente conversando. Era una morenaza espigada con mirada de gaviota, tenía senos abultados y cadera exuberante. La cabellera negra azabache caía despampanante sobre sus bellos y femeninos hombros llegando casi hasta cintura. Era una diosa que no dudé en llamarla: La reina de la montaña.


El viernes por la tarde, una vez salí del trabajo, fui hasta su finca con el peregrino cuento que había olvidado allí la linterna. Era una estratagema simplemente. Su padre me recibió circunspecto afirmando que no había dejado nada. No me mandó a seguir. La vi de lejos casi en la oscuridad al cruzar de la cocina a la sala. Pasó rápido, indiferente a mi presencia. Eso me bastaba.


Le dije a don Locadio, que así se llamaba su padre, si había trabajo para la semana siguiente. Sin pensarlo me dijo que no, que ya tenía el personal disponible. Me despedí con la certeza de que el viejo era celoso y que posiblemente sospechaba que estaba perdidamente enamorado de su hija. Recorrí el sendero con parsimonia y dejando escapar un suspiro crudo me dije para mis adentros que esa mujer sería mi esposa al precio que fuera. Lo importante es que me pare bolas, pensé mientras me desplazaba por el estrecho camino surcado de Eucaliptos y Pinos, en las tinieblas de una noche fría, oscura y sin estrellas.  


El sábado – día de mercado – la alcancé cruzando el arroyo de la hacienda el Socorro. Iba con su padre. Tenía un blujeans azul desteñido y unas botas de caucho, una blusa a cuadros de vistosos colores. Sentí morirme al verla de sorpresa al doblar una curva del tortuoso camino. “Buenos días”, dije. Me contestaron el saludo a medias. Sin embargo, sentí en el timbre de la voz de ella algo extraño, como si fuera de su agrado mi saludo. Crucé de largo. Sentía que me miraba por la espalda, lo cual me turbaba para avanzar. Nervioso e inseguro me alejé perdiéndome en la siguiente curva. “No le soy indiferente”, pensé para mis adentros rebosantes de alegría. Subí la pendiente sin sentir cansancio. Sentía que flotaba. A la entrada del poblado hay un empedrado. Cambié allí las botas de caucho por los botines de charol. Entré a la misma cantina de siempre, pedí la cerveza y me ubique para verla pasar. El cantinero me miró asombrado. “No es el mismo – me dijo – colocando el disco de mis preferencias, debe estar enamorado”. Sonreí levemente y pedí la segunda. Una hora después apareció en el empedrado siguiendo a su padre. Sonrojada y sudorosa sosteniendo un pañuelo blanco en sus manos de mujer campesina. “¿Les provoca algo?”, les dije sin ponerme en pié. “Gracias – dijo don Locadio – me le tomo una amarga”. “¿Y la señorita?” Ella me miró. Era una mirada montaraz llena de ternura, que rasgó mi alma como una bestial cuchillada. “No, gracias”, dijo. Insistí. Pero se negó rotundamente.


Don Locadio se tomó dos amargas. Se incorporó y salió de la cantina despacio, pidiendo una tanda para mí. En un descuido las miradas se cruzaron, contrariando mi timidez le piqué el ojo izquierdo. Ella agachó la mirada sonrojándose. Y al darle la espalda su padre disimuladamente levantó el índice de su mano derecha. Era una señal inequívoca. Tomé todo el día como era la costumbre pensando en la bella mujer que me había dado una luz pequeña de esperanza.


Hablando con Locadio sobre diversos temas, cierto día salió con el cuento que primero tenía que pasar sobre su cadáver el pretendiente de su hija. Al preguntarle la razón, dijo que su hija tenía que casarse con un doctor de la ciudad. “No hay hombre en la región para mi hija”, dijo amenazante. No lo refuté. Guardé silencio. Sin embargo, me dije para mis adentros: “Viejo huevón, le voy a demostrar que sí hay hombres para su hija en la región”.


Sería demasiado extenso si le contara detalladamente las argucias que me tocó hacer, para conquistar aquel amor que al principio sentía tan distante. La primera carta de amor, la amarré a la pata de la gallina floreada, todo porque encontré abajo de su casa el nido con doce huevos y supuse que en esos días la casaría para encontrarlos. No me equivoque.


En la carta – mal escrita con horrores ortográficos y de redacción – le confesaba más o menos el amor y por supuesto le pedía de todo corazón su aceptación. Le rogué que colocara un trapo blanco en la cerca para saber que había llegado el mensaje. La espera fue larga y tensa. Todos los días, después de la jornada laboral, salía al filo a mirar la cerca. Pasó la semanada y nada.


Los amigos y allegados comenzaron a sentir que había cambiado de un tiempo para acá. No era el mismo. Entraba en estado de ensimismamiento con frecuencia y mirando la distancia permanecía horas enteras meditando. Era sonámbulo. Mi madre me lo decía al momento de recibir el tinto. “Anoche – decía – caminó por el corredor diciendo cosas incomprensibles, manoteando y a veces vociferando”. Apenado la miraba y cambiaba de tema, generalmente acusándola a ella sin remordimiento. “Lo que hace usted me lo achaca a mí”, le solía contestar bromeando. Ella no insistía. 


Al terminar la semana siguiente descubrí la clave y creí morirme. Una y otra vez me limpiaba los ojos hasta cerciorarme que no estaba viendo visiones. Me encaminé aprovechando los desechos. Cuando estuve cerca, la noche se extendía como gigantesco manto oscuro, lo cual aproveché para acercarme más a la habitación de madera sin pulir. Era sigiloso. Cualquier movimiento equivocado me delataría. Llegué hasta el Guayabo y en la oscuridad busqué ansioso el mensaje esperado. La búsqueda fue dispendiosa. La noche fría dificultaba mi respiración. Al hallar el mensaje lo apreté y regresé a la casa exhausto, deseoso por leer su contenido. No fue fácil prender el pabilo, entre otras cosas porque las cerillas húmedas se descabezaban. No pocos intentos hice. Pero como la constancia vence lo que la dicha no alcanza, lo logré y colocando la esperma en la pata de la cama me incliné para leer el mensaje. Me sorprendió el canto de los gallos intentando descifrar el mensaje que era corto, escrito a lápiz, pero difícil de descifrar. No pude descifrarlo en su totalidad, solamente un par de frases entre cortadas, que expresaban la imposibilidad de la relación, aun existiendo amor a primera vista. Doblé el papel y lo guardé debajo del colchón con sumo cuidado, metiéndolo en una pequeña bolsa plástica transparente.


Me incorporé y después de musitar las mismas oraciones de siempre, fui al inodoro con la toalla al hombro y el cepillo en la boca. Crucé el pequeño corredor y después de hacer lo que tenía que hacer fui a recibir el tinto. Mi madre me miró irónica. “Esta amanecido”, me dijo. Intenté desconocer su afirmación pero insistió con fuerza. “Ese trasnochito no es gratis”, agregó. Sonreí y fui hasta el otro extremo del mesón a tomarme la bebida hirviente. Era un día diferente para mí. La neblina densa de la empinada cordillera impedía mirar a gran distancia. Trabajé sin descanso. Los demás obreros no pasaron desapercibido la intensidad con que se laboró. “Lo hacemos – les dije – para salir a las cuatro”.


Terminada la jornada me encerré de nuevo en el cuarto y continué descifrando el mensaje. Letra por letra, palabra por palabra, frase por frase, hasta que finalmente armé el contenido. Entonces lo leí y lo volví a leer hasta apréndemelo de memoria. “Te quiero – decía el mensaje – pero resulta imposible, mi padre me mataría o nos mataría, mejor no te hagas ilusiones busques otra que te haga feliz”.


Sin dar el brazo a torcer porque donde hay amor no hay imposibles, redacté un segundo mensaje, éste más escueto y directo diciéndole que no podía vivir sin ella y que estaba dispuesto a hacer hasta lo imposible por hacerla mi mujer. Una vez regresé sudoroso me tiré sobre la cama y prendiendo un cigarro lo aspiré al máximo. El humo se disipó saliendo por las hendiduras de la casa e imaginándome la respuesta el sueño me venció al amanecer. Fui el último en recibir el tinto y otra vez la sarta de ironía de mi madre. Era incorregible. Mi padre había sido asesinado durante la violencia bipartidista por decir que era liberal. Los condenados conservadores lo esperaron una noche en la quebrada y sin mediar palabra le dispararon un escopetazo en el corazón. Nunca supo qué era ser liberal ni que era ser conservador, solamente repetía maquinalmente lo que los capataces de la comarca decían insistentemente en vísperas de elecciones. Era niño cuando mi padre murió. Sin embargo, recuerdo nítidamente su físico y el formidable entusiasmo como araba el surco. Era un camello de aquí a Pekín.


Cada vez que terminaba la ardua jornada nos reunía alrededor del mesón a contarnos historias de brujas, duendes y demás espantos que a criterio suyo abundaban en la zona. Lo escuchábamos junto a mi hermanita mayor solo un año, con sumo entusiasmo, diría que boquiabiertos. No sabía ni leer ni escribir, pero tenía una facilidad de expresión increíble y una memoria prodigiosa. Hablaba con tanta seguridad, con tanta certeza que no dejaba espacio a la duda. Generalmente nos íbamos a la cama muertos de miedo, mirando en toda dirección hasta comprobar que por allí no transitaba ni un solo espanto de esos que mi padre enumeraba y describía con tanta claridad y realismo.


Nos contó que en semana santa transitaba por el centro del caserío un señor sin cabeza, algunas veces montado en una mula negra que botaba chispas de sus cuatro cascos. Hasta el más valiente de la comarca había fracasado en el propósito de detenerlo, porque al verse presionado echaba candela por las manos; era una energía demoledora que dejaba a la persona privada, sin conocimiento y sin de deseos de insistir en la odisea. Solo el enterrador del pueblo, un viejito decrépito y borrachín, había tenido el valor de estar cerca de él, mirarlo de arriba abajo y preguntarle qué había pasado con su cabeza. El viernes santo, a las doce de la noche, después de tomarse botella y media de aguardiente fue en busca del espanto llevando consigo una pequeña cruz adornado de ajos y un pequeño ramito de Borrachero, arbusto que abunda en la zona. Se dirigió al barrio de las meretrices. No bien se internó en la zona sintió un frío recorrer su cuerpo de pies a cabeza. Se recuperó de la beodez. Sin embargo, continúo avanzando por la calle terrosa y solitaria. No bien cruzó la calle que se bifurcaba, sintió los pasos de la mula golpear con fuerza el suelo cascajoso. Sintió el frío de la muerte. Sintió que el cabello se erizaba. Buscó ansioso la botella de licor y de un solo sorbo vació su contenido. Entonces apuró el paso. Ahí a escasos metros estaba el hombre sin cabeza, recubierta su espalda con una túnica morada, montado en la briosa mula. Temeroso sacó la pequeña cruz que tenía adheridos casquetes de ajo y levantándola sobre su cabeza dejó escapar un suspiro. La mula se detuvo y se volteó mansamente. Entonces el enterrador haciendo alarde de coraje le habló, así: “Parte de Dios o parte del Diablo, ¿Quién eres tú?” El hombre sin cabeza se despojó de la capa morada y lentamente se apeó y caminando se paró a menos de dos metros del enterrador. La única testiga era la luna que imponente iluminaba la región al filo de las doce de la noche helada. Tenía una especie de boca a la altura del ombligo. Por ahí habló. Era una voz lastimera. Sórdida. “Busco mi cabeza”, dijo. El enterrador perdió el conocimiento y permaneció allí hasta que cantaron los gallos. Al recuperar su movilidad se incorporó y teniendo claro la pesadilla vivida, divagó por la comarca contando la historia sin omitir una coma hasta su muerte.


Mi padre era tomador empedernido. Siempre me enseñó que era la única forma de demostrar la hombría que tanto añoraba la mujer. “El hombre nació para trabajar, tomar y enamorar”, solía decir en sus extenuantes parrandas. Era alto y fornido, venido de Cundinamarca, cuando era feliz e indocumentado.


La respuesta de la amada duró menos. Al cuarto día vi la señal inequívoca. Era una esquela más presentada, incluso, tenía un corazoncito cruzado por un par de flechas. Leí su contenido con más rapidez y comprensión. “Amorcito – decía un párrafo – yo también estoy enamorada, quiero rozar tu piel y ser mujer a tu lado”. Pero, a continuación explicaba con crudeza todos los peros. Los peros eran grandes y numerosos. Entonces elaboré el plan de escape, era el único camino. Al caer la densa oscuridad de la noche fui llevé la propuesta y la dejé en el mismo sitio, dejando allí parte de mi alma en cada palabra y frase que pude elaborar con qué dificultad. Encontré un verso raído de Pablo Neruda y lo coloqué al final entre corazones, guiado inexorablemente por el amor desbordado que la reina de la montaña había despertado en este corazón marchito por la adversidad.  La espera fue eterna. Los días pasaban vacíos de noticias. La cerca permanecía intacta, sin la señal prevista. Llegué a pensar que todo había sido una gran ilusión, que la intemperancia de la cruda realidad hacía añicos todo sin remordimiento. “Maldita sea – me dije – me dejé llevar y terminé soñando despierto”. Seguramente me había apresurado o quizás la inclusión del verso del poeta chileno no le había merecido su agrado y comprensión. Cavilé y cavilé a toda hora e instante hasta cuando la señal apareció. Salté de felicidad. Pensé por un instante que Dios existía y levantando las manos hacia el cielo grité que la amaba y la amaría por todo el resto de la vida. No hay mujer igual, decía una y otra vez. Incluso, hoy lo digo sin ambages: “No hay mujer igual, ella era única en el género humano en toda la comarca”. 


La respuesta fue lacónica: “Todo cuanto dice es locura, pero qué le vamos a hacer”. No había tiempo que pensar. Comencé a preparar el equipaje. El día me sorprendió. No fui a recibir el tinto. A pesar del cansancio y el sueño no paraba, quería dejar todo ordenado para la noche siguiente. Mi madre llegó con el pocillo repleto de café hirviente y echando una mirada sonrió. “No hay necesidad que me lo diga”, dijo aproximándose pasando su mano derecha por mi rostro. “No hay poder humano capaz de detener la locura del amor. Este es ciego. Tempestad. Huracán”, agregó al momento de regresar a la cocina. “¿Me dará su bendición?”, grité mientras liaba una caja de cartón, pero no obtuve respuesta. Solo saqué un corto tiempo para dar instrucciones a los obreros sobre lo que tocaba hacer y el cobro de su salario el sábado siguiente. Regresé a ultimar detalles y una vez concluida la faena me tiré sobre el camastro vencido por el cansancio, el sueño y la ansiedad. Soñé que atravesaba ríos, quebradas y riachuelos, con la maleta a cuestas y halando de la mano a la bella y singular Salomé, bajo una lluvia de estrellas multicolores. El viento acogedor de la tierra gélida dificultaba la respiración. Ella no decía nada, parecía hipnotizada. Al cruzar la profunda hondonada hicimos pausa para descansar y descubrimos en el otro filo al padre de Salomé con una escopeta de fisto y dos trabajadores más que acortaban distancia a toda velocidad. La luna espléndida permitía ver aquellos cuerpos felinos desplazarse impulsados por la sed de venganza. Salomé entró en shock y lanzando un grito que estremeció la región, me despertó. Sudaba y tenía las manos crispadas por el pánico. Sudaba. Mi madre me trajo el desayuno, lo dejó en el pequeño velador y se marchó a sus quehaceres cotidianos, inocente de la horrible pesadilla. Traté de controlar la ansiedad y al fin pude conciliar el sueño, el cual resultó reconfortante a pesar de su brevedad.



La aventura la comencé a las once de la noche. La esperé en el Guayabo como decía la nota, a la hora exacta. Estaba nervioso. Respiraba con dificultad y mientras apretaba las manos en los bolsillos de la chaqueta miraba a mí alrededor. La espera fue efímera. Sin embargo, me pareció una eternidad. El frío calaba mis huesos. Cuando sentí la presencia de la reina de la montaña, me estremecí de pies a cabeza y acuclillándome esperé impaciente. Dando tumbos se aproximó llevando un bolso oscuro con ansiedad desértica. Dando pasos inseguros avanzó estirando la mano derecha. “Hola”, dijo. Me puse en pie e inseguro correspondí al saludo. Me turbé. Un vacío recorrió mi cuerpo de pies a cabeza. Sentí mil pensamientos los cuales pasaron raudos por mi mente en cuestión de segundos. Incluso, tuve la idea de decirle que regresara a casa y nos olvidáramos para siempre, que todo era una pesadilla, una locura, que había que corregir a tiempo para bien de la paz y la convivencia en toda la región. La joven se acercó buscando protección. Era la flor más bella de toda la región. Sentí su fresca respiración y pude por primera vez rozar su piel canela curtida por el trabajo campesino. La besé. Puse el ósculo en la frente, justo en el lunar que la hacía ver más hermosa. Ella sonrió. “Soy tuya”, dijo. Carraspeé y dando un paso atrás, la sorprendí con la mayor imprudencia del mundo: “¿Está segura de lo que está haciendo?”. La joven no contestó al instante, retrocedió y asombrada, me miró de arriba abajo. “¿Lo dudas?”, dijo. Intenté corregir el error y galanteándola insistí que era tal su belleza que parecía que estaba soñando y que era para mí, muy importante escuchar de sus propios labios una ratificación de amor perenne. “Tonto – dijo – no lo digo lo estoy haciendo”.


Anselmo se lió las dos maletas sobre su espalda y comenzaron la travesía por el camino estrecho y solitario. El silencio de la medianoche era apenas interrumpido por los chillidos estridentes de la manada de micos y las martejas. Caminaron sin hacer pausa, yendo por los atajos para ganar tiempo. Al comenzar la pendiente, Salomé preguntó tímidamente: “¿Para dónde vamos?”  “Para la masía de don Ruperto de la Estrella”, contesté entusiasmado. Ella no contra preguntó. Avanzó con decisión. El ascenso fue extenuante. El frío aumentaba y cada vez se dificultaba más para respirar. Qué mujer para caminar. Cogió la delantera y sin hacer pausa daba salticos graciosos entre el pesado lodazal. “Me gusta caminar”, decía de vez en cuando, al detenerse a mirar hacia atrás y esperar mi llegada. Los gallos distantes anunciaron el nuevo día. Y el bullicio de los pájaros multicolores comenzó a revoletear en busca del sustento diario. “Comienza un nuevo día”, dijo mirándome incierta. “Comienza una nueva vida para nosotros”, contesté rozando levemente el rostro sudoroso y jadeante de Salomé.


Al salir de la fría montaña, encontramos una hondonada cubierta de pasto y a lo lejos entre árboles verdosos la masía solitaria. Caminamos despacio la travesía y cruzando el pequeño arroyo de aguas diáfanas, nos detuvimos para ojear de cerca la masía. Era larga con chambrana de madera sin pulir y pintura añeja. Grité y lo primero que salió fue una nube de perros ladrando. Enseguida don Ruperto de la Estrella con sus movimientos lerdos y calculados, empuñando un bastón de Cedro Rosado. Levantó su pesada mirada y acomodándose sus anteojos, espantó los perros y nos invitó a seguir. “Esta es su casa”, nos dijo e invitándonos a la hornilla se dispuso a prender fuego para hacer tinto. Salomé se interpuso. “Deja les hago tinto”, dijo. El viejo ermitaño se opuso alegando que no era correcto y que se moría de pena que de una vez le colocara tarea. Sin embargo, el argumento de Salomé fue cortante y directo. “No hay problema – dijo – me gusta atender antes de ser atendida”.  Se acomodó frente a la hornilla y no solamente preparó tinto sino la primera comida del día en tiempo verdaderamente record.


Mientras esto acontecía recorrimos con Ruperto las cercanías de la hacienda, revisamos el establo de ordeño y ultimamos detalles, dentro de un ambiente de cordialidad y admiración mutua. Ruperto de la Estrella era meticuloso. No dejaba un solo cabo suelto. Por el contrario, con increíble lucidez los iba atando uno a uno, con mucha parsimonia pero con sutileza. Sin inmutarse. Una vez desayunamos, montamos briosos corceles y fuimos a conocer los linderos, cruzando hondonadas, pendientes y llanuras, quebradas y montañas exuberantes. El recorrido fue intenso. Yo hacía esfuerzos por no caer dormido. Resistía.


Hacia el mediodía regresamos a casa. Iba sediento. Salomé nos tenía opíparo almuerzo. Cruzamos un par de bocados, acompañados de una sonrisa burlona y de triunfo. Sentíamos el mundo a nuestros pies. Incluso, llegué a pensar en los primeros años que éramos el ombligo del planeta. Ruperto comió en silencio y retirándose de la mesa fue a su aposento echando la siesta que se prolongó por una hora. Yo aproveché para acariciar a Salomé y decirle una vez más cuánto la amaba y ella me correspondía con caricias pueriles y carcajadas estridentes.


Ruperto despertó de sobresalto. Se incorporó y mientras hacía entrega de los demás cachivaches me contó que había tenía una terrible pesadilla. Que había muerto y su alma se había ido derecho para el infierno donde una hoguera lo esperaba desafiante. Intentó escapar y desafiando la tempestad borrascosa cruzó la distancia entre rayos y truenos y justo cuando iba a coronar la odisea, una descarga eléctrica lo electrocutó muriendo nuevamente, volviendo el alma al infierno de donde nunca pudo salir. “¿Qué será eso?”, me preguntó extrañado. “Puede ser que no ha pagado los diezmos”, le contesté por entre los dientes como por salir del paso. El anciano me miró secó un instante y cambiando de tema, dio las últimas instrucciones y se marchó.


No esperé que llegara la noche para acostarme. Salomé había preparado un camastro utilizando las esterillas y rebuscando las cobijas lanosas, que durante el día las había sometido a la resolana para que dejaran los malos olores. Me acomodé a la orilla y ella se metió al rincón. Se mantuvo en silencio como esperando el zarpazo del tigre pero no fue así. En menos que canta un gallo quedé privado y dormí toda la noche, despertando después de las seis de la mañana. Soñoliento abrí los párpados y al tomar conciencia me volví para el rincón, pero Salomé no estaba. Apenado me incorporé y la encontré en la hornilla preparando el desayuno con entusiasmo desbordado. La besé y ella me correspondió. “¿Qué pasó anoche?”, le dije. Me miró burlona y sin remordimiento me contestó: “Nada”. No contesté, encaminándome al retrete y de allí al lavamanos, saliendo luego con dirección al establo. Ella me siguió con su mirada escrutadora, mientras trituraba el maíz para las arepas. Todo era felicidad, comprensión y amor.


A los tres años completicos los padres de Salomé nos visitaron, la perdonaron y le echaron su bendición que era la garantía del amor total. Visitaron la hacienda para conocer el nieto y compartieron con nosotros durante quince días en un ambiente de comprensión y de afecto desbordado. Hubo tiempo para las bromas y compartir mutuas experiencias sobre la infancia de Salomé. “Era una niña raquítica – dijo su madre – nos tocó meterla en la panza de una vaca, por prescripción médica del yerbatero de la comarca”. “Comía tierra – dijo su padre mirándola de reojo sentados todos en el comedor – era mimada y tierna, por nada lloraba”. Salomé me miraba a la expectativa como queriendo desvirtuar todas estas afirmaciones con su tierna mirada. Yo le correspondía con la mirada y así pasaba el tiempo sin darnos cuenta.


No encontraba otro momento más feliz que estar a su lado. Sus ojos expresivos no perdían su brillo y sus manos la ternura femenina a pesar del arduo y rudo trabajo. Nada le quedaba grande. Hacer de comer hasta para veinte o treinta obreros no le era impedimento para dedicarme tiempo, cruzar miradas de amor y sentir la caricia siempre impregnada de amor infinito. Era la última en acostarse y la primera en levantarse. Cuando tenía gripe siempre llegaba a la cama con jugo de naranja y se sentaba en el borde del camastro y no se movía de allí hasta tanto no terminara el último sorbo. Entonces se marchaba por el largo corredor sonriente, espléndida. Éramos felices.


El nacimiento del segundo retoño fue todo un acontecimiento. La partera se vio a gatas. Al salir del cuarto la vi pálida e incierta. Un nerviosismo la estremecía de pies a cabeza. “Bota mucha sangre”, dijo. Cruzó el corredor con destino a la cocina colocando a hervir agua en una chocolatera mediana. Era una infusión de diversas yerbas; y mientras el agua hervía preparó un emplasto de otras yerbas que abundaban en los alrededores de la casona. Yo no preguntaba. Me daba miedo. Solo observaba meticuloso cada movimiento de la partera. Sentía que el tiempo se detenía y los minutos se hacían cenagosos. Crucé el largo corredor y acomodándome en el asiento de madera sin pulir permanecí ensimismado mirando la distancia con desasosiego, acariciando entre mis manos el perrero para espantar el ganado. El canto lúgubre de la lechuza al ir cayendo la noche me estremeció. Un frío glacial recorrió mi cuerpo al recordar lo que solía decir mi madre. Ella decía que un canto de la lechuza o del pájaro Trespiés  a esa hora era presagio de tragedia. Apreté los labios e incorporándome fui hasta la cocina en busca de tinto cerrero y sirviendo una taza humeante lo tomé a sorbo y soplo mirando a través del pequeño ventanal la distancia montañosa. La noche caía como un velo ocultando la vegetación verde oliva. Adentro, la partera luchaba incansable. Se escuchaba los quejidos de Salomé. “Fuerza – gritaba la partera – vamos se vino”. Los obreros en sus camarotes jugaban el salario del día a la suerte con la baraja unos y otros con el dado. Apenas comentarios en voz baja hacían, dejando escapar palabras lastimeras al perder y los otros gritos de júbilo al ganar.



La espera fue larga y tortuosa. Creo que el amor es sufrimiento. Al fin se escuchó el graznido de las bisagras mohosas al abrirse la alcoba y no demoró mucho en aparecer la partera de mirada triste y rostro oscuro llevando entre sus manos a la criatura. “Es macho”, dijo dejando escapar una sonrisa socarrona. Lo miré fríamente. Y mirando al interior pregunté por Salomé. “Es una verraca”, dijo. Entré y la encontré inmóvil mirando fijamente el techo. Me incliné y le sonreí. Me correspondió. Sin embargo, siguió mirando el techo como observando el bambuqueo de la araña en su pequeño telar. Volví mis pasos para mirar de nuevo al recién nacido. La mente la tenía en blanco. La partera me empujó para que abandonara el sitio. “Es cuestión de higiene”, dijo. Salí despacio y crucé el largo corredor pisando duro, anunciando a los obreros aún despiertos y entretenidos en el juego, del advenimiento de la nueva criatura. “Completa dos”, dijo un tahúr sin levantar la mirada que tenía fija en el tablero de dado. No respondí. Volví mis pasos y pensé en el primero que a esa hora seguramente dormía plácidamente en casa de la abuela materna. “Los hijos – pensé – son una dicha que prodiga la madre naturaleza”.



El amor filial crecía más y más con el paso del tiempo. Era una fuerza envolvente e invencible que se percibía por toda la casona con ímpetu inverosímil. En cada sitio y acción se veía y se sentía la felicidad. Era una sensación inmaculada. La densa y permanente niebla de la exuberante región, no era impedimento para mantener una relación ardiente, fluía y dinámica. Todos los domingos, después del mediodía, caminábamos terrenos de la hacienda de don Ruperto de la Estrella, practicábamos la pesca en los pequeños riachuelos regresando a casa cargados de Trucha de todos los tamaños. Montábamos a caballo e incluso, jugábamos al escondido en el espeso bosque. Subíamos a los árboles y corríamos a campo abierto hasta más no poder. Casi siempre regresábamos a casa al caer la tarde, cansados, sudorosos, pero felices. Cuando llovía, nos sentábamos en el largo corredor enchambranado a contar cuentos e historias de niño, aventuras pueriles e historietas de espantos de la misma que mi padre me contaba de niño. Desde luego, que ya mis hijos no se concentraban tanto como lo hacía yo, pues interrumpían con frecuencia, generalmente para cuestionar la historia o sencillamente exigir una explicación lógica. Es decir, no era tan fácil decir cuentos de hadas y brujas, como cuando nosotros éramos pequeños. De todas maneras, intentábamos convencer a los dos pibes y entretenerlos para que pasaran el rato ameno y feliz. La lluvia caía monótona, golpeando el tejado unas veces con fuerza descomunal. Cuando así sucedía Salomé hacía una cruz de ceniza en el piso y en la base encendía la mitad de una esperma. “Con esto – solía decir – la tempestad se va”.  



La tarde aciaga de octubre en que el demonio me dominó de un solo golpe, sin darme cuenta y sin poder hacer la mínima resistencia, estaba en avanzado estado de beodez. Un pensamiento siniestro cruzó por mi cabeza. Fue tan claro y tan fuerte que no tuve valor para ponerlo en duda, sino que de una vez lo di como cierto y en la medida que lo ordenaba en mi cerebro se iba haciendo más fuerte e inexorable. Fui al orinal y regresé a la mesa repleta de botellas vacías ensimismado, golpeado por la duda que se apoderó de mí de los pies a la cabeza. Los amigos de farra me miraron con sus miradas vidriosas y me preguntaron de inmediato por qué el cambio de actitud tan sorpresivo. “¿Viste el diablo en el orinal?”, me dijo uno de ellos intentando invertir aquel estado que ciertamente ni yo mismo me podía explicar. “Algo peor”, le dije con voz seca y cortante, apurando un sorbo de licor. No me contra preguntaron, cambiaron de tema, precisamente de mujeres. “La mujer – dijo el otro contertulio de aquella tarde aciaga – es tan peligrosa como la serpiente, no tanto por el veneno, sino por la facilidad de engañar y de fingir”. Lo miré con ira contenida. Quise decirle muchas cosas para refutar la afirmación, pero no tuve valor. Tambaleándome me puse en pie cancelé la deuda y me fui sin decir adiós. Recorrí la estrecha callejuela dando tumbos y llegando a la pesebrera le dije al encargado que me alistara las bestias y salí disparado para la hacienda. La fonda bulliciosa quedó atrás en cuestión de minutos. Cruce la distancia obnubilado, incierto. Al asomar al filo vi la casona a lo lejos y un frío glacial recorrió toda mi entraña. Esa maldita fuerza poderosa me impedía pensar por sí mismo. Al acercarme sentí lejano el bullicio de Salomé gritando a sus hijos con entusiasmo: “Viene su padre, vamos a recibirlo”. Recordé entonces la definición que el contertulio había dicho acerca de la mujer y eso me envenenó aún más. Sin embargo, aparenté y apeándome de la bestia como era la costumbre la besé y cogiéndola de la mano caminamos, mientras los dos niños se trepaban a la bestia en medio de la despampanante algarabía. No bien caminamos dos o tres metros (no recuerdo bien) Salomé me miró a los ojos extrañada y me preguntó con aspaviento qué pasaba, qué había ocurrido ese día en la fonda, que me había trastornado, según ella, del cielo a la tierra. “Nada”, dije apretando la mano como si me estuviera despidiendo. “Nuestra mayor riqueza es la sinceridad”, insistió Salomé colocando uno de sus brazos sobre mi hombro. “Eso estoy haciendo, cariño”, respondí apurando el paso. Durante esa siniestra semana me hizo esa pregunta en cuatro o cinco veces, tampoco estoy muy seguro, lo que sí estoy seguro es la respuesta, porque ésta fue la misma: “Nada”.


Una vez se dormía, salía sigiloso con dirección a la cocina, me acercaba a la hornilla y permanecía allí tomando tinto amargo y fumando hasta bien entrada la madrugada, entonces sí regresaba al lecho y sin hacer ruido me acomodaba a su lado y me dormía arrullado por el resoplo apacible de Salomé. Durante esa semana visité a mi madre y ella me dijo que el demontre se llamaba celos y que los celos hacían sentir y oír cosas inexistentes. Dijo además, que los celos era sinónimo de inseguridad  y que usualmente llevaba a tragedias irreparables. Lo que nunca había hecho en esta oportunidad lo hice. Le llegué de sorpresa a las dos de la madrugada. Al sentir mis pasos por el corredor despertó sobresaltada y abriendo la puerta salió a mi encuentro preguntando qué había sucedido, qué tragedia me había llevado a llegar a esa hora, colocando en entredicho mi misma seguridad. No supe qué contestar. Solo se me ocurrió decir: “No puedo vivir sin ti”. Entré al aposento y parecía un tonto mirando para todos partes: Para arriba, por los rincones, debajo de la cama, me acerqué más a Salomé y en vez de besarla como ella quería la olía por distintas partes del cuerpo. Incluso, cometí la torpeza de decirle que sentía el olor de un perfume o de algo parecido en el ambiente gélido del nuevo amanecer en la vasta zona paramuna. Salomé me miró con ojos tristes y metiéndose de nuevo bajo las cobijas, dijo por entre los dientes: “Dudas de mí, ¿verdad?” Traté de minimizar la afirmación sin mucho éxito y colocando un ósculo en su frente, me volteé para la orilla y fingí dormir. Lo primero que hice al otro día fue golpearla. Le di dos puñetazos violentos que la tiraron al piso. “¿Por qué me pegas?”, me dijo de rodillas, sollozando. No tenía respuesta. Giré sobre mis pasos y me encaminé al ordeñadero. Todo comenzó a salir mal. Una peste bubónica acabó con varias reses. Por esos días, llegó la noticia de que mi madre había muerto. El invierno infernal acabó con los cultivos de papa, cebolla y hortalizas. Los gallos comenzaron a cantar todos los días, después de las ocho de la noche, lo cual se interpretaba como tragedia mayor de todas las acontecidas hasta entonces. Los hijos no me miraban con amor filial sino con miedo. El cataclismo se anunciaba en distintas formas y lo dramático era que yo mismo lo presagiaba. Salomé también me miraba más con miedo que con amor. De la noche a la mañana había pasado de ángel a demonio, a monstruo temido por todos y todas. Los obreros comenzaron a emigrar esgrimiendo distintas razones, pero sin decirlo de frente. Entre cuchicheos y runrunes se oía decir que en esa hacienda en cualquier momento ocurriría una desgracia que conmovería a toda la comarca. “No quiero ser testigo de nada”, dijo por entre los dientes el último trabajador sexagenario. Se alejó poco a poco por la larga travesía con sus cachivaches a cuestas como el caracol. Parado en el corredor de chambrana lo vi desplazarse. En el filo se detuvo. Se quitó sus sandalias, le quitó el lodazal y arrojándolo lejos, como diciendo no me llevo ni la tierra, volvió a colocarse las cotizas y desapareció. Sentí rabia conmigo mismo. Un nudo de impotencia me segó y creo que a partir de allí dejé de actuar como ser humano, comencé a actuar como animal salvaje recién acorralado.


Toda la tarde duré cavando el hueco rectangular en el patio de la casa. Fue una faena dura bajo un sol abrasador. Salomé a intervalos me llevaba alguna bebida y me preguntaba para qué, y yo le contestaba lo mismo: “Me dijeron que si mataba la mejor ternera de la hacienda y la enterraba en el patio de la casa, la peste se iba y eso es lo que voy a hacer”. Los hijos merodeaban y al menor descuido se acercaban a mirar al interior con suma curiosidad. Salomé tímidamente protestaba por entre los dientes. “¿Qué culpa tiene el animalito de la peste bubónica?” Hacía caso omiso a sus reflexiones. Estaba envenenado y una persona envenenada no piensa, actúa con sevicia.


Terminé la faena cuando el sol se perdía en la distancia, entre la copa frondosa de los corpulentos y verdosos árboles. Las aves de mal agüero cantaron más temprano que todas las noches anteriores. Durante la frívola cena, que era la nota predominante sobre todo en el último mes, Salomé levantó su mirada triste y mirándome dijo: “Algo grave va a ocurrir en la comarca”. No respondí. Sentí un escalofrío que intenté disimular recordando la lluvia de noviembre del año anterior, que tanto estragos había causado en la zona. “¿Se repetirá la historia?”, dije sin pensarlo, ni mucho menos esperar encontrar una respuesta. Sin embargo, la tuve y contundente. “La historia no se repite. Sigue su curso normal”, dijo.


Con movimientos lerdos pasé al retrete y después avance despacio por el largo corredor hasta ubicarme en un asiento pequeño de madera sin pulir recubierto de piel de res lampiña. Traté de mirar lo más lejos posible aprovechando el fulgor de la luna. Esforcé la vista. Fumé. Y mientras el humo se dispersaba por la casona helada, resumí mi vida llegando a la fatal conclusión de que era la única salida posible. Voló por mi mente aturdida la infancia, los retratos de mi padre, las ironías de mi madre y mi terrible soledad, para rematar con ese amor hacia Salomé que latía en mi corazón destrozado por los infernales celos.


Dormí poco. Sin embargo, me levanté temprano. Y afilé el machete con fiereza. Cuando Salomé apareció con el tinto humeante aún lo afilaba. “¿Por qué lo afila tanto?”, dijo mirando hacia el asomadero. No contesté y una vez terminé el tinto continué con la labor. Ella se fue para la cocina. Los niños dormían plácidamente. Di la vuelta por el fondo de la casona y salí al patio y parado cerca de la fosa la llamé. “¿Señor?”, me dijo. “Venga”, le dije. Llegó con sus ojos tristes y mirándome preguntó qué necesitaba. Le indiqué que se acercara y mirara el fondo de la fosa que había algo raro. Ella se inclinó a mirar y al no encontrar nada intentó levantar su cabeza para contra preguntarme, pero no hubo tiempo. Desenfundé el machete y lo dejé caer sobre su humanidad con sevicia. Lanzó un grito lastimero y cayó al fondo retorciéndose, entonces salté y la rematé. No sé cuántas cuchilladas le propiné. Lo cierto fue que dejé de descargar el machete cuando prácticamente estaba desmembrada. Entonces salí y sin remordimiento empuñé la pala y llené la fosa hasta la mitad. Fui al ato y saqué la ternera, la maté y la lancé a la fosa y la cubrí de tierra y encima sembré pasto kikuyo. Los niños se levantaron atolondrados y preguntaron que qué estaba pasando. “Nada”, les dije. “¿Mi mamá?”, preguntó el mayorcito. “Se fue, no sé para dónde”. El menor se echó a llorar. Entonces cogí el látigo y lo castigué. “Tiene que aprender a ser verraco en la vida”, le dije. Al mayor se le nublaron sus ojos pero contuvo sus lágrimas por temor a ser castigado. Me bañé y obligando a los niños a acostarse, escapé. Huí. Crucé la distancia cruda entre el lodazal y el torrencial aguacero que sorpresivamente cayó. Todavía no tomaba conciencia de nada, todavía estaba envenenado. Pasé por la fonda y cancelé la cuenta pendiente y con calma le dije al propietario de la hacienda que me iba porque la mujer me había abandonado para siempre. Salí de la zona por los atajos. Caminé sin descanso durante todo el día hasta llegar a zona caliente del mismo poblado y buscando posada donde un viejo amigo esa noche pasé allí. Evadí la justicia humana mientras tuve dinero con facilidad asombrosa, no así la conciencia, que rápidamente comenzó a acosarme y señalarme. No pude salir de la región como era lo presupuestado. Pensaba hasta cambiar de departamento, cambiar de nombre y comenzar una nueva vida. Hasta entonces todo lo veía tan fácil, que simplemente aquello me parecía una elemental aventura de poco calado. Estaba totalmente equivocado. La conciencia no se evade. Se manifiesta en todas partes y de distintas formas. No dormía. Y cuando lo podía hacer a intervalos, las pesadillas no me dejaban tranquilo. Su mirada triste e ingenua no me dejaba un instante, tampoco la actitud de pánico de los niños preguntando por su madre.


La noticia se regó por toda la comarca. Los familiares de Salomé comenzaron a indagar por ella y fueron hasta la casa, pero lo único que encontraron fue a los pibes llorando muertos de hambre. Toda clase de especulaciones rodaron por calles, veredas y cafetines de mala muerte. Cada quien montaba su teoría y la defendía a capa y espada. Nadie sabía mi paradero. Me movía entre amigos de confianza que por cierto eran muy pocos. Lo hacía de noche. Alguien me delató o seguramente cometí algún error ya cansado de deambular por la extensa región a altas horas de la noche. La policía me detuvo, al caerme al amanecer a la choza donde me alojaba. Me puso manos arriba, después me hizo tirar bocabajo me raqueteó y leyendo la orden judicial emanada del juez promiscuo municipal, me esposó y me condujo al pueblo. Crucé las callejuelas agolpadas de curiosos con la mirada pegada al piso y las manos atrás con los grilletes. Entré al palacio municipal y a la oficina del  juez en silencio, guiado por la policía. El togado me miró circunspecto, lanzándome la pregunta obvia: “¿Dónde está Salomé?” “No sé”, contesté por entre los dientes. “Siéntese”, me dijo y ordenó a los agentes que me quitaran los grilletes. El juez era un viejo obeso y desgarbado de mirada incierta. Antes de comenzar leyó en voz baja y pausadamente el código penal. Adelantó páginas y se devolvió en varias oportunidades, miró el reloj de pared y ordenó al secretario comenzar su actividad en la vetusta máquina. El traqueteo monótono de la máquina portátil interrumpía el cuchicheo de los asistentes, que se habían arremolinado expectantes, en busca de alguna información de primera mano. Una vez el secretario hizo su pertinencia introductoria y de ley, el juez comenzó el áspero interrogatorio.


Fue un interrogatorio largo y tedioso con muchas preguntas capciosas para establecer contradicciones el letrado. Era la primera vez que estaba frente a la autoridad. Sin embargo, era consciente que lo que dijera o no dijera jugaría a mi favor o en mi contra. La ley es una burla para el poderoso y una espada de Damocles para el pueblo. Corta por todo lado para uno y resulta pompa también por todo lado cuando se trata de los poderosos. “La ley – decía mi abuelo – es para los de ruana”, solía decir para mis adentros.  Me defendí con patas y manos. No convencí al togado pero sí a los asistentes. Ellos salieron con la nebulosa convicción de que Salomé se había escapado del paraíso, dejando su responsabilidad de esposa y madre abandonada.


Se programó el trabajo de campo para el otro día. Muy temprano cogimos camino. Iba conmigo el juez, el secretario y varios polizontes. El diálogo con el juez durante la travesía fue cordial. Incluso, al principio me facilitó una chaqueta para protegerme del frío. Sin embargo, el sonsonete común y corriente fue el mismo: Confiese. Yo siempre le contestaba lo mismo: “Soy inocente”. Llegamos a las once de la mañana. El hijo menor era un mar de lágrimas y el mayor en cambio se mantenía sereno como si nada estuviera ocurriendo. Era mi sangre en pinta, de lo cual me enorgullecía. En un descuido me dijo al oído: “Lo sé todo, pero no diré nada”. Fruncí el ceño. No imaginaba esto. Ni por un lado ni por el otro.


La diligencia rutinaria comenzó con parsimonia, en un día triste y silencioso. Me mantuve en la versión inicial. Era inmodificable. “No se pudo por las buenas”, dijo el juez promiscuo municipal de la comarca. Entonces un polizonte me llevó con brusquedad para la parte posterior de la casa y otro que venía en contravía, se unieron y me cogieron como en sándwich. “Hable hijueputa o se muere”, me dijo uno de ellos apuntándome con el arma de dotación a la cabeza. Insistí en mi versión inicial. Entonces el uniformado me da tremendo cachazo con su arma de dotación, caigo y el otro me recibe con un par de patadas. ¿Qué podía hacer con las dos manos atadas atrás con los grilletes? El más fornido colocó su bota sobre mi pecho con fuerza. Yo pujaba e insistía que era inocente. Eso los sacaba de casillas. El comandante apareció en la esquina contraria y sin inmutarse, preguntó: “¿Ya cantó?” “Ya casi”, dijo uno de ellos enterrándome alfileres en las yemas de los dedos. Mis lamentos se perdían en la distancia. Al otro lado, los demás policías interrogaban a mis hijos. El menor no paraba de llorar, era una completa niña, mientras que el mayorcito se mantenía arrogante, todo un varoncito. Rasgaron el pantalón y me chuzaron con alfileres las partes nobles; me reventaron la boca y me patearon en no sé cuántas veces las canillas. Perdí el conocimiento.


Supe que a mi hijo mayor lo trataron también violentamente pero se mantuvo altivo y consecuente. “Te vamos a matar”, le dijo un polizonte desenfundando el arma corta de dotación, arrastrándolo para el patio de un brazo. Lo tiró justo en el sitio donde estaba enterrada Salomé e hizo varios disparos cerca. El estruendo aturdió al menor. Sin embargo, se mantuvo firme. “El próximo será para usted”, le dijo el energúmeno polizonte. El niño lo miró aterrado. Abrió los ojos, miró a su alrededor y los cerró. Dejó escapar una leve sonrisa y dijo por entre los dientes: “Maricones, parados sobre ella y no la ven”. El verdugo no se dio cuenta de la confesión, porque estaba enceguecido por la ira, pero en cambio uno de los policías que observaba la escena sí. Se apoderaron de la pala y comenzaron a cavar. Pronto el olor fétido inundó el ambiente. Entonces los uniformados se colocaron tapabocas y continuaron. Uno de ellos hizo un gesto de enfado. “Es un semoviente vacuno”, dijo.


Me llevaron a cavar. No me dejaron colocar tapabocas ni guantes. Era parte del castigo sin ser vencido en juicio como dice la ley. Adolorido por las distintas torturas de que fui objeto en tiempo record trabajé sin descanso. El olor fétido me mareaba. Los policías reían macabramente. “Ya no hay más”, les dije tirando la pala a un costado de la fosa. Uno de ellos se acercó al borde y miró a su interior con ojos de felino. Volvió los pasos y una vez habló con los demás verdugos, me dijo: “Siga cavando un metro más. Es tu castigo merecido”. Sentí miedo. El sudor se tornó helado. “Cualquier otro castigo menos este”, dije balbuceando. La respuesta fue un violento culatazo. “Siga”, dijo. Eché una mirada angustiada a mí alrededor y me introduje a continuar con la macabra obra. Sabía lo que seguía. El olor era más fétido. Levanté la mirada y pedí clemencia. Estaba descubierto. “Sí – dije – acá está Salomé”. El murmullo inundó el ambiente de la una de la tarde. El vientecillo arrastraba las nubes y el sol pálido se asomaba lúgubre. “Maldito asesino – me dijo el abogado – siga trabajando”, moviendo las manos crispadas.


Lo primero que saqué a la superficie llana fue la mano derecha, después la izquierda, la pierna derecha, luego la izquierda, el tronco y finalmente la cabeza. Tenía los ojos abiertos, implorando clemencia, la misma quizás que yo pedía en estos momentos y que no tuve con ella. Una carcajada inundó el ambiente, no podía parar, reía y reía. Era una risa desértica. Al salir otro culatazo que me dejó de rodillas ante Salomé descuartizada. Traté de evadir su mirada penetrante, pero no pude. “Te amo, cariño”, dije sollozando. Levanté la mirada y grité con todas las fuerzas que aún tenía: “Los celos…”No pude decir más porque otro culatazo me sacudió hasta los hígados.


Después de las diligencias de rigor, un polizonte me pasó una bolsa de polietileno negra. “Empaque a su amada, hiena asesina”. “Matar por amor no es matar”, refunfuñé al incorporarme para hacer lo que tenía que hacer. Caminé con Salomé a cuestas. Sentía que me hacía cosquillas. El recorrido fue una eternidad. Nadie quería cruzar palabra conmigo, todos me miraban con desprecio, odio visceral e incluso, miedo. Fue dispuesto un operativo especial en la comarca. La policía temía que fuera linchado. Caminé por las calles cabizbajo, oyendo el rumor y los sollozos de hombres y mujeres. “Maten a ese asesino”, gritaba un grupo de católicas apostadas en el atrio parroquial. 


Se me impuso la máxima condena. Para mí era la cadena perpetua. Pero como las influencias tienen un valor en el capitalismo las hice valer, una vez me trasladaron a la cárcel de la capital de la provincia. Los presos me miraron con miedo, lo que aproveché para hacerme al mejor cubículo. Cierto domingo entablé conversación con una de las meretrices que suelen asistir cada ocho días. Era una mujer alta, morena, cabellera frondosa y mirada astuta. La seduje. A los ocho días regresó y estuvo con otro cliente. Monté en cólera. Al terminar la visita la llamé, la hice entrar al cubículo con mentiras y cuando menos lo pensaba le hundí un afilado chuzo a la altura del seno izquierdo. Al desmayarse le tapé la boca y una vez murió la saqué y la tiré del cuarto piso. Se formó el escándalo. La primera versión que difundimos era que había sido un accidente. “Resbaló – le dije al guardia – perdió el equilibrio y cayó al vacío”. En la cárcel un muerto más un muerto menos, realmente no cuenta. Lo cierto fue que al mes cumplido cruzaba el pequeño patio para recibir la ración cuando sentí una detonación a mis espaldas, intenté girar pero no pude. Caí bocabajo. “No siento las piernas”, grité horrorizado. Nadie escucha ni oye en el penal. Estuve varias horas manando abundante sangre hasta cuando los guardias me trasladaron a enfermería y de allí al hospital regional. Diagnóstico: El proyectil había destrozado una vértebra de la columna, quedando condenado eternamente a sillas de ruedas. Tuve veinte años en la cárcel. Salí sin tener conciencia para dónde tomaba. Era solo y con todo en contra. Una anciana me dio posada la primera noche y me orientó que no volviera al pueblo natal, que buscara otro que nadie supiera su pasado y que se propusiera asumir un comportamiento distinto. “¿Tendré perdón de Dios?”, le dije meditabundo. La anciana se estremeció y mirando el cristo fijado en la pared que amenazaba con caerse me contestó: “Para Dios no hay nada imposible”. Llegué a esta ardiente población orientado por la anciana que nunca más volví a ver. No fue fácil tomar conciencia de los errores cometidos. Todavía siento un dolor profundo. Todavía amo a Salomé. Aún muerta siento celos que alguien allá en la eternidad me la quite. En el fondo sigue siendo mía y solamente mía.


El periodista se estremeció. No tuvo valor para contra preguntar. Lo miró de arriba abajo e incorporándose sacó el pañuelo para quitarse el sudor. “¿Qué piensa ahora que ha pasado tanto tiempo?” Anselmo, sudoroso y excitado, movió los brazos como remos. “Solo pagar lo que debo en este mundo, porque no creo en el más allá”. “¿Ni en Dios?”, agregó el periodista mientras empacaba los útiles de trabajo. “Dios – dijo Anselmo con gravedad – es el peor invento del ser humano”. El periodista estrechó la mano y se marchó tan ensimismado como había llegado.



Fin

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