jueves, 28 de enero de 2021

Tempestad de libros

 


Por Nelson Lombana Silva

(Crónica).- La mañana era perfecta. El sol alegre iluminaba el imponente cañón. La vegetación exuberante color esmeralda lanzaba destellos, mientras la corriente hídrica descendía sin hacer pausa con su eterno murmullo por entre las piedras de diversos tamaños y colores. Mientras el vehículo oscuro se deslizaba por la tortuosa carretera, yo pensaba en la brevedad de la vida y en la necesidad de romper todo tipo de egoísmo haciendo el mayor esfuerzo de preservar el hábitat no como nuestro, sino como propiedad de las venideras generaciones. El viento suave entraba por la ventanilla acariciando mi rostro circunspecto. Iba feliz. Siempre he considerado que no hay cosa más hermosa que servir. El maestro lo dijo: “He venido a servir, no a ser servido”.

Pero, había una razón más para estar exultante, quizás más poderosa de la anterior. Era estar con colegas y con libros. Los libros, siempre he considerado, son los amigos más fieles y consecuentes con la humanidad. En sus páginas hay tesoros a granel, sabiduría y luz de esperanza. Todo el conocimiento científico está allí, al alcance de todos y todas. Hay en él, diversidad de sensaciones que hacen al ser humano, humano demasiado humano, como diría el filósofo, Federico Nietzsche. El lector es un ser feliz, despierto y recursivo. Además, erudito, sociable y dueño del futuro. Es un triunfador, porque sabe conjurar la adversidad y resolver la contradicción que suele atravesar con alguna frecuencia la compleja dinámica de la existencia humana.

Los pajaritos de vistosos colores revoleteaban, algunos se paraban en los postes a ver cruzar el carruaje. Ya están familiarizados con estos autos, por lo que no les asiste preocupación alguna. Poco a poco la relación con el transeúnte se ha ido familiarizando al extremo que algunos entran a las casas a devorar los alimentos y a ofrecer hermosos conciertos musicales. Alguien comentó que la campaña ambiental en esta zona es fuerte, por cuanto el paraje es zona protectora de la inmensa mole de nieve a una altura aproximada a los 5700 metros sobre el nivel del mar.

El caserío es pequeño. Se encuentra a la vera del sonoro río de aguas heladas y sonoras. Bien metido en el inmenso zanjón, rodeado por empinadas cuestas. En la distancia el mirador. Un picacho rocoso donde el turista suele relajar su espíritu mirando la distancia verdosa, que se confunde a lo lejos con el firmamento azulado. Un templete y la pequeña biblioteca.

Yo iba para la biblioteca. Por eso, iba feliz y complacido. La remodelación era motivo de reubicar los libros en otro sitio durante un par de meses. La convocatoria la había hecho la bibliotecaria, una mujer joven, inteligente y acuciosa. Evocando la frase de José Martí, que dice: “La solidaridad es la ternura de los pueblos”, el compromiso de ayudar me impulsaba a remontar el inmenso cañón. Había pedido permiso para desarrollar esta actividad.

Cuando llegué al pequeño saloncito, después de cruzar un corto pasillo, me encontré con el grupo. El saludo fue corto y cordial. El reto estaba enfrente. “No sé por donde empezar”, dijo la directora de grupo. Estaba en traje de fatiga. La discusión fue corta. El grupo estaba deseoso de laborar. La distancia era corta. “Manos a la obra”, dije. La labor maratónica comenzó dentro de un ambiente de camaradería. Entre charla, broma y risa, el grupo no hacía pausa, era consciente de su misión.

El salón comunal, se fue atiborrando de libros y trebejos rápidamente. Era una carrera contra el tiempo. Este salón es ancho, espacioso. Tiene un ventanal amplio que da al río. Rápidamente las gotas de sudor fueron apareciendo en el grupo, lo mismo la respiración agitada. La carretilla, fue el vehículo más usado para transportar los textos. La estantería metálica se transportó con el apoyo del grupo. No fue tarea fácil, pero la fortaleza colectiva se impuso con rotundo éxito.

Se trabajó con tanta intensidad que no hubo oportunidad de conversar con el libro. Pasaba de mano en mano con rapidez. Sin embargo, se comentó jocosamente de los alcances mágicos del Kamasutra.

Pero, como diría Gabriel García Márquez: “No hay felicidad completa”. La estantería metálica fue saturada de libros, cediendo su estructura al peso y cayendo como un castillo de naipes. El golpe fue duro, descomunal e intempestivo. Una tempestad de libros, en cuestión de segundos de nuevo en el piso. No había otra alternativa que comenzar. Me salvé como el albañil. Lo mismo ocurrió con un colega. Estuvimos a punto de perecer, en manos, quien lo creyera, del mejor amigo del hombre.

Después del susto los comentarios, las bromas y volver a iniciar el acomodamiento de los libros. En realidad, nada había pasado, afortunadamente. Vino a mi memoria la frase de Pablo Neruda: “Confieso que he vivido”. Mi amigo, por su parte, se lamentó de un leve dolor en una de sus extremidades inferiores. Sin embargo, hizo caso omiso y siguió trabajando con la misma intensidad. Después, una efusiva muchas gracias y el retorno a casa sanos y salvos satisfechos de haber cumplido con la misión encomendada.

La vida es un momento

Mientras el vehículo desandaba lo andado, volví a pensar en la brevedad de la vida. Comprendí que es una fugacidad que se esfuma en cualquier momento, cuando menos se piensa. A su vez, la fragilidad. Sé que mucha gente se ha matado bajándose de la cama o ingresando a la regadera. “¿Por qué somos tan frágiles y tan breves?”. Hace rato, he de confesar, he intentado hallar respuestas a estos interrogantes, pero hasta el momento no ha sido posible, todo sigue siendo para mí, un completo enigma.

Ni los creacionistas y ni los evolucionistas, han logrado materializar respuestas concretas y convincentes sobre el particular. Por el contrario. La ciencia nos enseña cada día que somos tan pasajeros y diminutos que todo parece un segundo. Es cierto. ¿Qué somos ante el infinito?

En esas condiciones, pienso y reflexiono sobre la necesidad de disfrutar la corta vida con intensidad, sin perder un segundo. Ser feliz. Amar y ser amado. Compartir. Dar lo mejor de sí. Dejar a un lado los egoísmos y los fútiles protagonismos. Buscar la libertad con ansiedad y constancia. Pensar en el bien común. No dejarse acorralar por el fetiche del dinero, ni apoyar a los esclavos del dinero. Disfrutar la lectura. Tener mente crítica, analítica y propositiva. Amar el amor con profundidad. Compartir el dolor ajeno. Ser apóstol de la paz y la justicia social. Ser defensor a ultranza del ambiente. Es decir, darle sentido a la vida. Eso implica derrotar el complejo de inferioridad, el conformismo, la resignación y el dejar hacer, dejar pasar. Así que el mejor consejo que puedo dar es: Apagar la televisión saturada de basura y abrir un libro. Así de sencillo.

Regresar al punto de partida fue una gran experiencia. Me miré al espejo convenciéndome que aún estaba con vida, soñando con un mundo posible al alcance de todos y todas. Realmente, fue un momento de felicidad, poder seguir soñando con en el país al alcance de todos y todas, sin privilegios de ninguna naturaleza, sin petulancia y sin arrogancia. Definitivamente, aprendí hoy que hay que vivir para vivir.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario