(Cuento).- Jadeante cruzó la pequeña hondonada entre la espesa neblina, dejando escapar un suspiro lastimero; las fuerzas lo iban abandonando paulatinamente en la soledad terrible del largo y tortuoso camino. No podía más. Al tomar la travesía aminoró la marcha y volviendo la mirada angustiada intentó rasgar la densa niebla como trozo de queso para ver la persecución del enemigo que había jurado eliminarlo. Su rostro desencajado por el miedo, la respiración acelerada, temblaba como condenado a muerte. No era para menos. La muerte asusta sobre todo cuando la sentimos cerca y sentimos además, que nos mira avara.
Sintió que alguien se movía cerca de él y haciendo un último esfuerzo volvió a correr, apretando con sus manos huesudas el sombrero pajizo que utilizaba en las labores propias del agro. Saltando de piedra en piedra cruzó el riachuelo de aguas cristalinas que bajaba sin hacer pausa por la geografía empinada y como pudo invadió la broza al considerar que al dejar el camino despistaba al enemigo. Era una maleza díscola, abundante e intrincada.
Cada vez los movimientos eran más torpes e incoherentes producto del cansancio y el horror que inspira el fantasma de la muerte. Sus piernas se negaban a obedecer. Todo giraba a su alrededor. Su rostro blondo y pálido asumía un semblante cadavérico. “Si no me mata – dijo – me mataré”. Se sentía reventado, al borde de quedar sin respiración, sin oxígeno. Quitó el sudor con la mano y echando una mirada a su alrededor sintió que el mundo se le venía encima. Angustiado intentó continuar la huida pero no pudo más. Cerca al riachuelo, se desplomó sobre verdosos berros y arrastrándose se colocó en posición de cúbito dorsal.
Todo a su alrededor se desvanecida por el veloz movimiento. Con la respiración acelerada y el corazón que amenazaba con salirse de la cavidad, se resignó a morir allí, distante del hogar, lejos de la civilización. El movimiento rítmico del entorno lo fue adormeciendo. Débiles hilos de sol de las once de la mañana se filtraban por entre el copo de neblina blanca acariciando el rostro crispado por el horror de la violencia bipartidista. “Voy a morir con dignidad”, dijo por entre los dientes, mascullando su drama. Levantó levemente la cabeza pero no pudo sostenerse, ésta lo tumbó de nuevo.
Intentó normalizar la respiración y tomando oxígeno por las fosas nasales lo retuvo un poco en los pulmones y luego lo liberó por la boca despacio. Sudaba copiosamente. Era un sudor yerto. Intentó controlar las náuseas, tratando de pensar en una cosa distinta, pero fue imposible. Vomitó a cántaros. Todo el desayuno salió a borbotones bañando el enjuto rostro y los verdosos berros. Un perro famélico se acercó y lamió su cara con cierta avidez. Una vez lo hizo, giró sobre sus pasos, lo observó y descomplicado continuó la marcha con la cola entre las piernas. Era cenizo con una pinta blanca en la frente.
El entorno era solitario, a su alrededor no se percibía vida humana, solo un par de Mirlas revoleteaban en el Sietecueros de flor morada que se encontraba a dos metros donde permanecía tendido bocarriba sin aliento como despidiéndose de este mundo ocre. Era zona paramuna. Zona distante e intransitable. Por allí nunca llegaba la mano del gobierno, solo las promesas en vísperas de elecciones. En seguida de los berros había pasto kikuyo en crecimiento, cercas eléctricas y el viento suave del mediodía que pasaba indiferente al drama del fugitivo de mirada triste y facciones campesinas. Alto, delgado y de piel aria como la densa niebla blanca que por momento se disipaba permitiendo la presencia efímera de algunos débiles rayos solares.
Alzó levemente su cabeza para mirar el entorno. No sabía en dónde estaba. Su piel húmeda se contraía al respirar asfixiado. La altura le impedía respirar libremente. Al colocarse de lado miró a lo lejos una roca enorme embadurnada de musgo y como pudo se arrastró hasta allí. Lo hizo arrastrándose bocabajo “Ahí – dijo para sus adentros – puedo morir tranquilo”.
Desde allí podía divisar la cercanía del camino cuando la niebla se disipaba por momentos. Contuvo la respiración al sentir el trote de varios hombres que hacían sonar sus armas de dotación con fiereza. Los bultos, que era lo que podían ver sus angustiados ojos, se desplazaban con destreza, lo que lo llevaba a pensar que eran baquianos. Trémulo permaneció largo minuto inmóvil, conteniendo la respiración. Al sentir que el trote macabro de la muerte se alejaba, dejó escapar un suspiro cenagoso y acomodándose permaneció tirado bocarriba. El tenue sol rozó su rostro blondo de ojos zarcos. Los cerró. Suspiró. Y estirando las piernas para quedar más cómodo la presencia sorpresiva de Morfeo lo envolvió sin darse cuenta.
Entonces soñó. Cúmulo de imágenes y escenas surgieron por encanto del arsenal propio de su taciturna existencia. Sintió que flotaba sobre la niebla como ser inmaterial, que cruzaba las paredes y las montañas a la velocidad del pensamiento. Subía y bajaba pendientes dando saltos graciosos, mientras sus padres lo divisaban en el prado cerca al pinar, festejando cada movimiento y acción intrépida del infante. Era feliz. Sobre todo cuando recibía como premio la chupeta, la cual lamía con avidez sentado sobre la roca que bien parecía un huevo gigante. Por cada travesura era un premio, una distinción que lo animaba a crecer despierto y lleno de dinámica.
Cuando cogió el gato negro y le amarró la bacinilla seguro que era incapaz de arrastrarla, siendo generoso con el felino dejó la puerta entreabierta para que no se aburriera y fue a la cocina a comunicar a su madre que había cumplido la misión de dejar el animal dentro de su dormitorio para que espantara con su presencia los ratones cenizos que proliferaban por allí, el ruido estridente que generaba el gato arrastrando el recipiente con la cola erizada y maullando como si estuviera viendo el putas en calzoncillos, lo descompuso. Sus cálculos habían fallado. Atónico miró el espectáculo. Todos sus familiares montaron operativo relámpago para detenerlo y evitar el deterioro de la bacinilla sin estrenar. El felino le dio la vuelta a la casona y entrando por la parte posterior, quedó atascado debajo del mostrador de la tienda “Fuente natura radiante”.
“Puñetero – dijo su madre sin poder ocultad la ingenuidad del pibe - ¿Qué hizo?” El pequeño la miró petrificado, sus palabras se ahogaban en su garganta y no sabía cómo contestar. Temblaba. Sus ojos parecían salir de sus cuencas y caminando contra la pared como buscando protección guardó silencio. Todo era confusión en la casa. Las opiniones estaban divididas. Mientras unos reían otros censuraban. De un momento a otro la marea fue bajando hasta volver a la normalidad. Todo se asumió como un error de cálculo y de generosidad con el felino.
Recordó las apuestas con su hermano de saltar con precisión el hueco construido por su hermano para instalar la guadua que sostendría la antena de la emisora Radio Sutatenza. La ida al hueco, la forma como pujaba y la voz de alerta dada por su padre. “Un chino se está muriendo”, dijo con aspaviento.
Volvió a sentir las largas jornadas cercando para que el potrillo no escapara. Era milimétrico y cuidadoso. Potrillo que nunca nació con vida y sus hermanos lo llevaron arrastrando hasta el río Fierro para que las aguas crecidas se llevaran su cuerpo inerte. La yegua había malogrado.
Sintió con nitidez los instantes en que su padre lo llevó a conocer el circo. El impacto que le produjo el mago que adivinaba la suerte, el color de su traje y la mirada universal. Todo era tan evidente que no se discutía su autenticidad.
La tarde soleada que vio pasar cerca de él el cura párroco con su larga sotana negra le impresionó demasiado, sobre todo cuando su madre le dijo al oído que era el vicario de cristo en la comarca. Lo miró de arriba abajo y de abajo arriba con meticulosidad. No encontró nada sobrenatural. Sin embargo, no quiso contradecir a su madre que se santiguaba y musitaba algunas oraciones mientras el levita avanzaba hacia su oficina: El templo.
Era la primera recámara. Al pasar a la segunda se dio cuenta de que soñaba en su revelador sueño. La juventud desfiló ante sus impávidos ojos, viviendo minuto a minuto, segundo a segundo la frugalidad de su taciturna juventud corriendo por cafetales, caminos enlodazados y empinadas cuestas tras la ilusión de aprender a vivir en comunidad.
Las imágenes eran reales, frescas y tangibles. El encuentro furtivo con el amor lo encontró bajo la sombra de los guayabos, la tarde aquella en que la prima llegó de la ciudad con las últimas innovaciones que causaban desconcierto en la comarca. No tuvo empacho en decir sin ambages, acariciando al primo con frenesí desbocado: “El amor es locura, el amor es libertad”. Y mientras sucedía lo que tenía que suceder una llovizna tierra cayó sobre ellos, quienes se percataron solo cuando habían terminado la faena. Así que llegaron a la casa ensopados de lluvia bajo la mirada burlona de sus progenitores que ignoraban todo y solo pensaban que aquello era juego de jóvenes pueriles.
Cruzó el río de aguas cristalinas haciendo equilibrio sobre la frágil hamaca que se bambuqueaba rítmicamente. Los peces abajo se zambullían describiendo figuras graciosas y el murmullo perenne inundaba la región cultivada por todas partes con abnegación y alto grado de responsabilidad del labriego. Paso a paso cruzó la corriente, caminando por su borde al otro lado, hasta cuando notó que poco a poco las aguas iban cambiando de color y el viento huracanado que venía de la serranía anunciaba avalancha. Aceleró el paso con dirección a la colina. Trémulo de pánico presenció la hecatombe. El río bramaba. La corriente aumentó y se desbordó llevándose todo cuanto encontraba a su paso. Cornelio vio flotar ganado, gallinas, cerdos, chivos, gansos, piscos, caballos, burros, etc. La palizada era cada vez más grande y el poder expansivo del río aumentaba. “Dios proveerá”, dijo mientras corría pendiente arriba. Buscó refugio en la troja de don Antonio y esperó ensimismado que todo volviera a la calma.
Recostado sobre bultos de papa, acariciado por el pálido sol que comenzaba a salir por entre los nubarrones, cerró los párpados y sintió que pasaba a una segunda recámara, que era soñar que soñaba. La pesadilla lo estremeció. Y aunque era consciente que soñaba todo era tan nítido que pronto entró a dudar y pensó que todo aquello era real. La comarca había sido dividida entre rojos y azules, la peste del odio venido del palacio presidencial invadía todos los rincones de la otrora pacífica región. Los pájaros y los chusmeros se disputaban los peores crímenes; la sangre campesina bañaba la fértil tierra con espanto y desolación.
Acuclillado entre los matorrales presenció el asesinato de su vecino don Samuel, hombre de Dios que con nadie se metía; hombre de espíritu cívico, semanalmente donaba un día al bien común arreglando el camino, transportando al enfermo, llevando un mercado por caridad, rezando el rosario y los cinco mil Jesús en el mes de mayo.
Lo amarraron al botalón y después de propinarle una paliza de padre y señor mío procedieron a introducirle agujas en las uñas de los pies y de las manos. Vendado le pusieron a escoger: “Esto o esto”, dijo el verdugo colocándole a escoger entre una pala de cuchillo mata ganado y la carabina San Cristóbal. “Esto”, dijo el anciano aturdido por la leñera. El sicario sonrió y descargando la carabina, empuñó el afilado cuchillo. “En nombre de la patria y del partido conservador”, dijo al momento de hundir el alfanje con sevicia en las escuálidas entrañas del cansado anciano. Un grito lastimero se escuchó en toda la región. Los pájaros volaron y la lluvia cayó implacable. El anciano se inclinó dejando escapar su último suspiro. El esbirro sacó el cuchillo lo limpio en su pantalón y se protegió del torrencial aguacero. “Son gajes del oficio”, dijo convencido que estaba haciendo justicia.
Cornelio horrorizado no se dio cuenta a qué horas hizo las necesidades fisiológicas en su raído pantalón. Se mantuvo allí apretujado aun después que los ángeles de la muerte se marcharon. No podía moverse. Paralizado miró cuando los perros del vecindario llegaron a la lamer la sangre del difunto y más tarde cuando los gallinazos en bandada comenzaron a revoletear. Unos se pararon en el techo de la choza, otros en los postes de la alambrada y otros en los guayabos y arrayanes cercanos.
Intentó salir de la pesadilla, pero le resultó imposible. Aquellas dantescas imágenes lo mortificaron por los siglos de los siglos. Cuando pudo despertar, tirado sobre la roca, cerca al camino y a un lado del riachuelo rodeado berros verdosos, tomó conciencia de que los gallinazos y los perros devoraban sus carnes con avidez, en una disputa de padre y señor mío.
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