sábado, 24 de febrero de 2024

El sueño de ser periodista (Crónica)

 

Foto: Internet

Por Nelson Lombana Silva

Nervioso ingresé al edificio llevando consigo la carpeta que contenía la hoja de vida. La entrevista estaba pactada para las ocho, miré el reloj cerciorándome que había llegado una hora antes. Era una oficina pequeña en el tercer piso del vetusto edificio. La secretaria, una mujer joven y delgada, que estaba detrás de la máquina Remington, me miró indiferente, preguntándome qué se me ofrecía. “Vengo a presentar la hoja de vida al doctor. Me citó para las ocho”. “Puede tomarse un tinto y volver”, me dijo con sorna, comenzando a escribir con abulia en la máquina portátil. 

La mañana fresca y sin lluvia facilitaba el tránsito de las personas por la avenida tercera. Me acerqué al ventanal y contemplé por algunos minutos la dinámica callejera, recordando la teoría filosófica de que todo está en permanente movimiento. Vi desde allí, rostros circunspectos, miradas taciturnas y ensimismadas en la dura lucha por conseguir la subsistencia del día. Una recua de mendigos cruzó despacio con sus miradas perdidas en el infinito, algunos cargando bolsas y costales en sus escuálidas espaldas. Una niña flaquita tenía en sus sucias manitas un frasco de bóxer que llevaba a su nariz a intervalos.

La pequeña oficina no tenía asientos disponibles para el visitante. Eché una mirada por dentro y salí al pasillo. Había un cuadro viejo de Laureano Gómez, el monstruo y un afiche de Chaplin, el famosísimo comediante británico de reconocimiento mundial por su versatilidad cultural y artística. Charles Spencer “Charlie”, Chaplin, se había distinguido como actor, humorista, compositor, productor, guionista, director, escritor y editor, adquiriendo gran popularidad en el cine mudo gracias a las numerosas películas que realizó con su inseparable personaje Charlot. Recordé que había nacido en Londres, el 16 de abril de 1889 y fallecido en Suiza, el 25 de octubre de 1977.

Caminé por el pasillo hasta alcanzar la primera planta, crucé la calle y entré a una pequeña cafetería pidiéndole a la mesera un tinto sin azúcar. “¿Por qué sin azúcar?”, preguntó la obesa mujer. La miré sin verla al contestar: “Para que me salga más económico”. La mujer rió.

Coloqué la carpeta de papel sobre la pequeña mesa, mientras saboreaba el tinto y pensaba en la entrevista. “Ese man es godo, laureanista”, pensé. Laureano Gómez, era uno de los creadores de la violencia en Colombia, cómplice del vil asesinato de más de trescientos mil colombianos en el crudo enfrentamiento de liberales pobres contra conservadores pobres, mientras la clase dominante de uno y otro bando se repartía el país como una suculenta torta.

El bullicio de la calle se hacía más intenso. Miraba a intervalos el viejo reloj, considerando que era hora, pagué la bebida y me encaminé a la oficinita. Un amigo, cuyo nombre no recuerdo ahora, se interpuso en el recorrido para preguntar cómo estaba, yo le contesté maquinalmente que bien y después de estrechar su mano seguí mi camino. En realidad, no le di tiempo que me hiciera las consabidas preguntas, que qué está haciendo, que para dónde va, que cómo está la familia, que con quién se va a reunir, que en qué está trabajando, que cuánto está ganando, que si le alcanza el salario, que cómo van las relaciones con la mujer, que si tiene amante, etc. Caminé nervioso e inseguro con la carpeta bajo el brazo.

La joven me recibió con la noticia de que el doctor ya había llegado y que en cualquier momento me hacía pasar a su despacho. El torrente sanguíneo aumentó, lo mismo que los latidos del corazón. Volví a mirar el cuadro del monstruo y sentí pánico. Me pregunté cómo el pueblo puede admirar un tipo tan malo de pensamiento fascista franquista. Recordé que el profesor de literatura nos había comentado en cierta oportunidad que este personaje era racista y xenófobo empedernido. No solamente detestaba la raza negra y mestiza, sino también al extranjero migrante. En su locura fanática, se había propuesto conservatizar el país al precio que fuera, porque consideraba que el liberalismo era la serpiente ponzoñosa que había que eliminar, así como Adolfo Hitler se había propuesto eliminar a los judíos.  

Yo pensaba en esa teoría inicialmente, tuvieron que pasar muchas décadas y leer muchos libros para comprender que todo era una patraña para mantener al pueblo dividido y él junto al muelón Alberto Lleras Camargo, disfrutar plácidamente las mieses del poder. Esa cruda realidad la retrató muy bien el escritor costumbrista Álvaro Salom Becerra en el libro: “Al pueblo nunca le toca”.

Mientras reflexionaba no dejaba de mirar la puerta de acceso a la oficina del doctor; me parecía que el tiempo se había detenido. La ansiedad era cada vez más fuerte. Cuando la puerta se abrió, sentí una especie de desvanecimiento, quedando lelo mirando la pequeña figura con saco y corbata de paño parado bajo el marco de la muerta. La energía que sentí fue negativa, quise regresarme y renunciar al sueño de laborar en el medio de comunicación, la emisora más antigua de la ciudad musical de Colombia.  

Era un viejo de baja estatura, excéntrico y megalómano, unas gafitas en la punta de la nariz, bien parecía un arlequín. Lo había visto en la calle y en eventos políticos del partido liberal, siempre con su petulancia, arrogancia y repugnancia. Me miró despectivo, señalándome con la mano que entrara. Hacía esfuerzos por serenarme, pero no podía, bien parecía un condenado a la horca.

Era un despacho elemental. Un escritorio viejo y unos asientos antiguos; un pequeño florero y una máquina prehistórica. Se quitó las pitañas al momento de invitarme a sentar. Lo hice maquinalmente. “Soy de su partido”, le dije tratando de congraciarme con el veterano de mirada picarona. “Eso no me importa”, contestó con sequedad. “¿Qué documentos tienes?” Tímidamente le acerqué la carpeta. La miró con enfado y devolviéndomela, me dijo sin anestesia: “La emisora no tiene dinero para sostener en su nómina a un periodista de carrera. Eso cuesta mucho. Los que trabajan aquí son empíricos. Gracias por venir”, me dijo poniéndose en pie con arrogancia.

Sentí un vacío en el estómago. Necesitaba trabajar con urgencia en lo que fuera, pues en casa me esperaban la mujer y dos niñas para alimentar y garantizarles un techo. “Doctor, necesito trabajar”, le dije con dramatismo, sin pararme del asiento. “Todos necesitamos trabajar”, respondió sin emocionarse. “¿Qué hago para trabajar en su emisora?”, pregunté ansioso.

Se rascó la cabeza fingiendo preocupación. Caminó por la estrecha oficina moviendo los brazos como remos. “Nosotros quisiéramos tener un profesional como tú, pero es imposible”, me dijo después de un largo silencio. “En realidad, con tu salario pagamos tres y hasta cuatro buenos periodistas”. Aquello era una humillación. Pensé por un momento que en el país no había razón para estudiar, qué sentido tenía. El día anterior había conversado con un médico desempleado en la salida del hospital, pero también con un ingeniero civil entrando al edificio de los ingenieros. La semana pasada, con escritores, poetas, ensayistas, declamadores y hacedores de cultura. Era frecuente el desfile de desempleados con sus hojas de vida bajo el brazo merodeando por los lados de la gobernación, la alcaldía y los directorios políticos. Una procesión de no acabar.

“Doctor, ¿Qué podría hacer usted por mí? Tengo cuatro bocas por alimentar y brindarles techo. No puedo llegar a la casa con las manos vacías”. Yo me había incorporado con la hoja de vida en la mano derecha y me disponía a salir cabizbajo y derrotado. “Siéntate, te hago una propuesta descabellada”, me dijo. Sentí que el alma volvía al cuerpo y acomodándome de nuevo en el vetusto asiento dibujé una risita pálida.

Entró una llamada al teléfono negro que estaba al lado del escritorio. Contestó sin renunciar a su petulancia. Al escuchar la voz del interlocutor bajó la antipatía, cambió totalmente. Era uno de los socios propietarios de la emisora. Agudice los sentidos para escuchar mejor. Con qué lambonería hablaba. Había cambiado en cuestión de segundos. “El ser humano – pensé – es hipócrita por costumbre, miente a cada paso que da, pues es la guerra por sobrevivir en el sistema de clases sociales antagónicas”. Lo miré con cierta curiosidad. Su rostro se había transformado, ya no era huraño y dominante, tenía un semblante angelical y sumiso. Comprendí que aquel viejo arrogante y déspota no era mi enemigo de clase, tenía preocupaciones parecidas a la mía. “Entonces, me pregunté, ¿Por qué no es solidario conmigo?”

También tuvo que pasar mucha agua bajo los puentes y devorar muchos libros para comprender el comportamiento de aquel miserable arrogante que se creía portador y dueño del planeta, cuando en realidad era un pobre asalariado con saco y corbata. La secretaria entró llevando un tinto en pocillo esmaltado. Lo dejó sobre el escritorio y sin decir palabra abandonó el recinto cerrando la puerta.

El doctor colgó y dejando caer lentamente el auricular, profirió palabras de grueso calibre, manoteando con fuerza. Pensé que se había enloquecido. Lo miré asombrado. Descompuesto llamó a la secretaria con un grito estridente. La funcionaria entró temerosa. “¿Qué pasa doctor?”, dijo sorprendida. “Eres una inepta, una incapaz, por tu culpa el jefe me acaba de vaciar hasta más no poder”. Incrédula la secretaria lo miraba inmóvil con los ojos a punto de salirse de sus cuencas. “No sé de qué me estás hablando, doctor”, dijo al final en voz baja, por entre los dientes. “El jefe me tenía citado a las ocho y tú no me recordaste”, dijo con sequedad. La secretaria giró y saliendo entró de nuevo llevando la agenda. “Aquí, doctor no hay nada”, dijo extendiéndole la agenda. El doctor se la rapó con virulencia y ojeándola de atrás para adelante y de adelante para atrás en varias oportunidades, comprobó la afirmación de la secretaria. “El jefe está loco”, dijo devolviendo la agenda a la joven secretaria. No se disculpó, simplemente le pidió que se retirara.

Tomó un sorbo de café y mirándome, me formuló la propuesta sin ambages: “La idea es que tú te pongas el salario. Yo le doy dos cupos publicitarios. Más no te puedo ofrecer. Eso sí debe ser puntual y buen trabajador. ¿Qué dices?”

No entendí la propuesta. “¿Qué significan los cupos?”, pregunté ingenuamente. Sonrió levemente. “Es tu sueldo”, me dijo sin remordimiento. Pensé que era un buen negocio. La ciudad cuenta con hipermercados, transnacionales y políticos de derecha. “Con ellos – pensé – puedo sacarme un buen salario”. “¿Y, no es posible tres cupos?”, dije con timidez. “Imposible”, me dijo burlón. “¿Cuándo puedo comenzar?” “Mañana mismo”, me dijo. “Es mejor algo que nada”, pensé haciendo cálculos imaginarios. “Háblate con Mario Castellanos Mesa”, dijo poniéndose en pie nuevamente. “Él es el director del noticiero”.

Abandoné la oficina sofocado y confundido. La ansiedad se hacía más intensa. Sin embargo, me asistía la esperanza de que había conseguido trabajo y que la noticia caería muy bien en casa. Recordé la frase de mi madre: “La esperanza llena, pero no mantiene”. La secretaria estaba rígida en su asiento como reponiéndose de la paliza infame del doctor. Me miró apenada. “¿Vas a trabajar con nosotros?”, preguntó. “Vamos a trabajar a ver cómo nos va”, contesté. En medio de su rabia contenía me sonrió, dándome la bienvenida. “¿Quién es Mario Castellanos Mesa?”, pregunté. “Es el director del noticiero, es un amor completo”, me contestó. “No tiene nada que ver con ese cerdo que está allá dentro”, me dijo en voz baja. “Es un patán”, le contesté.

Y, hablando del rey de roma cuando él asoma su corona. Entró el director del noticiero, llevando en sus manos una vieja grabadora y una libreta vieja llena de apuntes. Me saludó con efusividad y dándole un beso en la mejilla a la secretaria, se dirigió a la pequeña sala de redacción. Yo lo seguí. “Me le presento, comencé diciendo con dificultad, soy André Morales y vengo a laborar en su noticiero”. Se volvió para saludarme con un abrazo fuerte. “Bienvenido periodista”. Mario no era alto, tenía unos ojos color miel y una piel cobriza. Una mirada noble, humilde. De una vez simpaticé, porque me gusta la sencillez y la nobleza. Me acomodé en un pequeño asiento para recibir las orientaciones. Me explicó rápidamente la forma de trabajar, el horario y las recomendaciones generales. “¿Con cuántas pautas publicitarias inicia?”, preguntó. Al decirle, no dijo nada, simplemente carraspeó, mirando el piso. “Usted cubrirá la gobernación”, me dijo. “¿Tiene grabadora?”, preguntó mostrando la suya. Le dije que sí. “Voy a buscar las pautas publicitarias”, le dije. “¿En dónde?”, preguntó. “Voy a los hipermercados, a las trasnacionales y a los políticos de derecha”, le respondí disponiéndome a abandonar la oficina. Soltó una carcajada estridente. “¿El doctor no le explicó que en estas empresas no podemos ir porque están comprometidas con los grandes de la publicidad?” Yo que ya estaba en el pasillo, me volví como un resorte, preguntando: “Entonces, ¿En dónde consigue uno la pauta?” “En las tiendas, en los sindicatos o con los amigos personales”, respondió sin emocionarse.

Eso cayó como un baldado de agua fría sobre mi pobre humanidad. De pensar en millones, pasé a pensar en monedas. Sin embargo, no me desmoralicé, porque pensaba que algo era algo. Repetí para mis adentros el viejo refrán de los que odian las suegras: “Algo es algo, dijo el diablo y se llevó a mi suegra”. Como flotando salí del edificio. Volví a la cafetería a tomarme otro tinto. La mujer adiposa me lo sirvió sin chistar mayor cosa, pues estaba bastante ocupada. “¡Cómo se explota al obrero en este país!”, pensé.  “Esta mujer seguramente no ganará un salario sino una simple bonificación, con la cual tendrá que comprar mercado, pagar arriendo y los servicios públicos”.

Divisé en la distancia el político de oficio que consideraba mi amigo y al cual había visitado en múltiples veces para que me ayudara a buscar trabajo y siempre me había contestado lo mismo: “Hay que esperar, esto está muy complicado”. Pagué el tinto rápidamente y me le atravesé en su recorrido. Lo saludé con efusividad. Era un político de provincia que no había perdido del todo el don humano. Me saludó con cordialidad, seguramente calculando que ya se acercaba el debate electoral. “Después de esta campaña electoral tan dura que viene tendrá que tener usted un bueno empleo”, me dijo. “Es la ilusión de cada campaña electoral, doctor”, le contesté. Me le acerqué y le dije casi al oído: “Doctor, no tengo un peso para llevar algo de comida a la mujer y mis hijas”. Se rascó la cabeza: “Todos estamos jodidos”, dijo sacando un fajo de billetes, entregándome uno de baja denominación. “Haga lo que pueda con esto”, me dijo despidiéndose. Lo vi alejarse por la calle céntrica atiborrada de público que iba y venía en un desorden de padre y señor mío.

Lo guardé en el fondo del bolsillo del blujean percudido y caminando hacia la cuarta, me dispuse a regresar a casa con la buena nueva de que tenía trabajo y que tenía para el diario por lo menos de tres días. “Con esto – pensé – pago en la tienda y libero los créditos”.

Mientras el carro de transporte público se desplazaba por las calles y carreras con cierta abulia, yo pensaba en el futuro con cierto optimismo. Por más fuerte que fuera la marea se podía salir adelante, partiendo de la originalidad y el espíritu de lucha. Nada estaba dado de una vez y para siempre. Todo cambia, evoluciona. Algún día el pueblo organizado llegaría al poder y todo sería diferente. Desaparecería la diferencia social, no habría hambrientos y humanos desnudos deambulando por las calles sin horizonte y sin motivación alguna. En el semáforo, vi una niña de aproximadamente diecisiete años haciendo malabarismo en una cuerda, en el siguiente un joven de rostro enjuto vomitando candela. En el otro, una familia indígena, implorando una moneda por amos de Dios.

Eso me entristecía. Me preguntaba por qué ricos exageradamente ricos y pobres exageradamente pobres, sabiendo que todos somos seres humanos y al decir de la religión católica somos hijos del mismo Dios. No entendía cómo el Padre privilegiaba, dándole todas las gabelas a unos hijos, negándoles lo más elemental a los otros, si como dice el dicho: “Todos somos harinas del mismo costal”.  “¿Por qué el Padre no es equitativo?”, me preguntaba mirando la calle a través de la ventanilla.

En alguna oportunidad cuando era niño, le comuniqué a mi mamá estas reflexiones. Ella me miró con qué ternura diciendo que todo era fruto del pecado. “Dios no tiene privilegios, a todos nos da por igual, pero hay muchos que despilfarran, se gastan todo el primer día y son holgazanes. Ese es el origen de la pobreza. Dios no castiga ni con palos ni con rejos, Dios castiga con la misma vara”, decía.

Esa hipótesis la mantuve hasta bien adulto. Estaba convencido que la miseria era fruto de la irresponsabilidad del mismo ser humano. “El rico ahorra, el pobre malgasta”, pensaba. La biblia decía que era mejor perder este mundo, pero ganar el otro, la eternidad. Pensaba en la brevedad de la vida y cuando se me ocurría compararla con la eternidad, fácilmente llegaba a la conclusión que era mejor perder este mundo para ganar el otro mundo que el levita anunciaba con vehemencia en la eucaristía a la que asistía con tanta ignorancia, pero que pensaba que era fe.

El bus se detuvo justo donde tenía que bajarme. Lo abandoné con prontitud agradeciendo la destreza del conductor. Me miró por el retrovisor y sonrió levemente, siguiendo su marcha. Entré a la casa sonriente y estampándole un ósculo a la mujer en la frente, pregunté por las niñas. “Están jugando en el patio”, me dijo. “¿Cómo te fue?”, me dijo, mirándome con sus ojos claros de gaviota. “¡Adivine!”, le contesté. No contestó. Se volvió a servir limonada. “Conseguí trabajo, hoy mismo me toca ir a recoger noticias para mañana”, dije alborozado. “¿Cuánto va a ganar?” “¿En dónde?” “¿Qué tiene que hacer?” Dando gritos se colgó de mi cuello diciendo que era obra de Dios. “Lástima usted no creer en Dios, ni tener fe”, me dijo emocionada. Las niñas llegaron asustadas por el escándalo. “¿Qué pasó?” dijo la más pequeña. “¡Qué su papá consiguió trabajo!”, dijo abrazándola. La niña frunció el ceño. Su hermanita, me miró con cierto asombro. “¿Qué tiene que hacer?”, preguntó. “Periodismo, hija”, le respondí degustando la limonada. “¿Qué es periodismo?”, preguntó extrañada. “Es hacer noticias y leerlas en la radio. Desde mañana me podrá escuchar de seis a siete de la mañana”. Mientras la grandecita se divertía con la noticia, la pequeñita se entristecía, pensando que me iba y no volvería. “Yo no quiero que sea periodista”, dijo sollozando. La abrazamos y le explicamos que yo no me iba a demorar, que conseguiría algún dinero para ir a cine, al parque y la piscina. Eso la tranquilizó un poco.

El almuerzo fue frugal. Al explicarle el origen del sueldo, la mujer me miró desconsolada. Consideró un absurdo la forma de pago. Eso no tiene ninguna garantía, ni estabilidad laboral, ni seguridad social, ¿No le parece?, me dijo desanimada. Un viento apacible entraba por el pequeño ventanal.

Estoy de acuerdo con usted. Pero, ¿Qué más podemos hacer? Pienso que con esta actividad me doy a conocer en la ciudad y más adelante, seguramente, conseguiré un salario propiamente como lo estipula la ley. Algo es algo. No me respondió, fingió mirar un texto de tiras cómicas que había sobre el pequeño escritorio. Me sentí impotente. De esto saldremos, le dije sin mucha convicción.

Nos recostamos a hacer la siesta. ¿Por qué nos pasa todo esto a nosotros? ¿Usted tiene una explicación?, me dijo con marcada melancolía. La miré con rabia contenida. Le acaricié la cabellera negruzca. Es una pregunta corta para una respuesta larga. Ayer pensaba que todo sucedía por casualidad y pensé en la suerte. Incluso, creía que todo estaba predestinado. ¿Quién puede cambiar el rumbo de la vida cuando ésta está trazada? Me preguntaba una y otra vez. Es más: pensé que era un designio sobrenatural y me decía: Dios nos hizo así y qué le vamos a hacer.  

Con la lectura de libros, periódicos y revistas, poco a poco fui cambiando de opinión. Me sirvió mucho visitar las bibliotecas públicas, asistir a conferencias, talleres, simposios; conversar con personas estudiosas y observar con detenimiento la dinámica de la sociedad. Me miró de soslayo sonriendo. Le sirvió de mucho. Por eso, estamos como estamos. Callé. No dije nada. Sabía que una palabra más y comenzaba la cantaleta, responsabilizándome de todo el problema. Callar es de sabios, me dije para mis adentros.

Me incorporé, sentándome en el borde del camastro. Miré el viejo reloj. Me voy a buscar la publicidad y las noticias para mañana. Me eché agua en la cara, me peiné y me enjuagué la boca. Yo no soy el culpable de la miseria, más bien, soy una víctima más, dije y sin esperar respuesta me marché.

En busca del curita

Marché para el ancianato del Divino Niño Jesús, que era dirigido por un cura que había prestado sus servicios apostólicos en mi pueblo natal. Él me puede ayudar, pensé. La casa cural no era suntuosa, pero sí muy diferente a las casuchas circunvecinas. Entré por un estrecho corredor. La oficina era pequeña con un Cristo de yeso en la pared. La secretaria era una joven menuda y desnutrida de mirada triste. Sin levantarse de su puesto, una vetusta silla de madera, preguntó qué quería. Tímido, pregunté por el religioso. ¿De parte de quién? De Andrés Morales. Espere un momento, me dijo en voz baja. Tenía un traje oscuro y unos zapaticos de charol. Son los últimos que quedan en el mercado, pensé. No demoró. Regresó impávida con el recado: Que está muy ocupado, que venga mañana por la tarde.

Quedé frío. No tuve argumentación para rebatir, simplemente, pregunté un tanto desanimado: ¿A qué horas? A las cuatro, antes de comenzar la eucaristía. Gracias, dije y me marché. Salí cabizbajo meditabundo. No tendré sueldo mañana, pensé. Es un barrio pordiosero, la miseria se palpa en cada rostro, más que un fantasma resulta siendo una cruda realidad. Abordé el colectivo que me llevaría al centro, tenía que hacer una pausa en la búsqueda de pauta publicitaria para concentrarme en la noticia.

Subido en el destartalado colectivo observaba ensimismado por la ventanilla el entorno. Jóvenes consumiendo marihuana, otro bóxer, una parejita perica, deambulando por las estrechas calles sin rumbo fijo. Una niña que no superaba los once años gritaba producto de la sobredosis. Las pocas personas de “bien” no se inmutaban porque al parecer era el pan de cada día espectáculos grotescos de esta naturaleza. Todos los negocios de este sector tienen rejas, le comenté a la señora que estaba a mi lado. “Toca – dijo – con tanta rata que hay”. Miré de soslayo a la dama. Me indignó la forma despectiva como lo dijo. Pobre gente, dije en voz baja. ¿Pobre gente? Son malandros que merecen ser borrados de la faz de la tierra, contestó mirándome asombrada. Cruzamos el mal oliente río que parte la ciudad en dos. La señora seguía vociferando contra el habitante de la calle. Dicen que escuadrones de la muerte van a hacer limpieza social, pero están demorados y que es una orden directamente de la presidencia de la república. ¿Y usted está de acuerdo? Por supuesto. Esos desechables no merecen vivir. El rostro lívido de la mofletuda mujer lo arqueaba con fuerza. Sus manos encalladas las crispaba y su vozarrón subía cada vez más de intensidad.

Decidí cambiar de tema. La dama estaba cada vez más alterada, al extremo que los demás pasajeros nos miraban con opiniones divididas. ¿Usted en qué trabaja?, pregunté mirando por la ventanilla la panorámica de la ciudad. Soy sancochera, contestó con seguridad y cierto orgullo. Me la gano metiendo el culo si hacerle mal a nadie, agregó un tanto sofocada. ¿Viene o va para el trabajo? Voy, yo trasnocho en la quince, en el negocio llamado “Toro Parado”. No pude evitar reír al escuchar ese nombre. ¿Por qué ese nombre de Toro Parado? Sonrió al contestar: Porque el borrachito o el trabado, se mete un caldo y queda como nuevo, como un toro parado. Reímos ambos. 

Ambos nos bajamos en la calle quince con tercera. Me despedí con la promesa de ir a conocer el negocio. Por allá lo espero, le garantizo que, con ese caldo, se acuestan dos y se levantan tres. Me alejé presuroso, pensando en el suigéneris nombre del negocio nocturno. Caminé por la tercera con destino a la gobernación. Durante el recorrido le puse las pilas a la grabadora y organicé la libreta de apuntes. Después de las tres la tercera se convierte en un verdadero hormiguero, no es fácil transitar porque el comercio callejero se ha tomado la vía emblemática de la ciudad. Un verdadero mercado persa. En la catorce se consigue de todo, desde un alfiler hasta un rifle en el mercado negro. La policía patrulla, pero ni oye, ni ve, ni dice nada. Es muda ante la delincuencia. La izquierda dice en su semanario que la presidencia está tomada por la mafia, el narcotráfico y la corrupción. Se impone la ley del más fuerte, mejor dicho, de la clase dominante, la clase burguesa.

La gobernación es un edificio de once pisos construido durante la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla. En la cafetería, tres periodistas conversaban animadamente banalidades al calor de un tinto. Me acerqué a ellos con timidez. Dos me miraron despectivamente, como queriendo decir: Y este bicho raro de dónde salió. El tercero me saludó con cierta amabilidad mamagallística: “Hola colega, bienvenido”. Por supuesto, ninguno me invitó a sentarme y menos a disfrutar un tinto. Siguieron bromeando entre ellos. Poco movimiento de gente. Fui al otro extremo y fingiendo mirar la bocacalle repleta de adormilados tinterillos, me abrí camino por allí, cruzando a la segunda. No tenía rumbo fijo. Era retirarme de aquellos excéntricos “personajes” que se consideraban las “vacas sagradas” del periodismo en la región.

La tarde se anunciaba. El amago de lluvia era evidente. No tenía una sola noticia. Contra mi voluntad regresé a la gobernación. Los periodistas seguían bromeando. Contrariando mi timidez y la insolidaridad de los colegas me instalé cerca de una de las columnas. Esos hp, o sea, honestos periodistas, deben estar haciéndole cacería a algún personaje, pensé para mis adentros. Dicho y hecho. Cuando más bromeaban apareció en la puerta principal un hombre bajito de tes morena y bozo metálico. Caminaba rápido. Como resortes los comunicadores se pusieron en pie abordando el personaje. Yo, instintivamente, alisté la pequeña grabadora y la libreta de apuntes. El más avezado de los tres, lanzó la pregunta que me dejó grogui: “Doctor, ¿De qué quiere hablar?”

El personaje los miró burlón. Me gustaría hablar del proyecto de vivienda que está en ejecución. Las grabadoras se activaron. Yo acerqué la mía con cierto nerviosismo. No tuve espacio para contra preguntar, los libretos estaban diseñados con antelación, según supe después al coger cancha en la labor de reportería. Quise preguntar por qué tan oneroso el proyecto, pero las grabadoras se apagaron y el personaje salió disparado en busca del vehículo, seguido por tres escoltas.

El más arrogante de todos, sin dirigirse a mí directamente, dijo que había preguntas incómodas que no podía formularse al personaje porque los alejaba. Yo lo entendí como una especie de regaño o advertencia. No pude callar. Me salí de los chiros. A mi modo de ver, eso no es periodismo, es publirreportaje, opiné en voz alta. Ninguno respondió, en grupo se alejaron, cogiendo la calle once con dirección a la asamblea departamental. Quise seguirlos, pero dio la casualidad que el presidente de la duma apareció bajo el marco de la puerta principal de la gobernación. Señor presidente, ¿Qué proyectos estarán hoy en discusión? Me miró medio sorprendido. ¿De qué medio eres tú?, preguntó. De la emisora más antigua de la ciudad, le contesté. Estoy debutando en ésta, agregué. ¡Qué bien!, respondió. Le hice cinco preguntas y todas me las respondió, algunas a medias.

Me volvió el alma al cuerpo, ya tenía noticias. Al cruzar el parque, entre la cortina de palomas revoleteando, divisé al presidente de la central unitaria de trabajadores, caminaba por la cuarta saboreando una paleta. Era bajito, ojos zarcos y buen conversador. Me le acerqué. “Hola mi hermano”, me dijo. Le dije que estaba interesado en entrevistarlo. Me miró extrañado. “¿Y sí le dejarán pasar la entrevista en su medio?”, me preguntó sonriente. Eso espero, todavía creo en la libertad de prensa. Esa no existe mi hermano, es una engañifa del régimen. La entrevista giró sobre la obra del mandatario municipal. No tuvo un solo adjetivo a favor de él. Presentó argumentos sólidos sobre cada afirmación con estadísticas imposibles de controvertir. Esto es una bomba, dije al apagar la grabadora. Sonrió. Se marchó. Yo busqué la carrera quinta, dispuesto a regresar a casa. La noche era evidente.

La primera emisión

No dormí bien, pensaba en mi debut en la radio. Si el director aceptaba el material, en qué orden sería presentado. ¿Y si decía que nada de las notas servía? La entrevista al presidente del sindicato me parecía muy violenta, muy revolucionaria. El gobierno municipal ofrece pauta publicitaria, no entendía bien cómo se manejaba la situación. Pensaba y pensaba. ¿A qué horas coloco el despertador?, me dijo la mujer. A las cuatro, le contesté. Sonrió. No seas exagerado. La emisión comienza a las seis, la buseta lo sube en diez minutos, se puede ir a las 5:30. Es mi primer día, no sé cómo sea la dinámica. Imagino que el director necesita tiempo para saber qué va y qué no va y el respectivo orden de presentación. Se volteó para el rincón y a los cinco minutos dormía apacible.

Sin hacer ruido me levanté con destino al orinal. Después, pasé por el cuarto de las niñas, la más pequeña estaba desarropada, sin despertarla la arropé de la mejor manera. Me acomodé al lado de la mujer, también sin despertarla y traté de conciliar el sueño. No fue fácil. Creo que me quedé dormido a la madrugada. Soñé navegando por el océano Atlántico en un barco pequeño, el cual fue sorprendido por el mal de leva. El capitán, navegante experimentado, conjuró la situación con increíble sapiencia. Tirado en el camastro de la recámara pensaba que era el final de mi vida, el barco se hundiría y todos pereceríamos. Las olas eran inmensas y la nave se bambuqueaba en la cresta de éstas con dramatismo. El grito del capitán para que saliéramos a abordar los botes salvavidas, me dejó aturdido. Desperté nervioso. La boca la tenía amarga, sin saliva.

Cuando el despertador despertó, yo ya estaba despierto. Me estiré para quitar la alama y permanecí algunos segundos pensando la pesadilla. Había sido tan nítida que aún despierto pensaba que estaba en altamar. La mujer dormía sin remordimiento volteada para el rincón. Me incorporé y después de ir al inodoro, pasé a la regadera. Me vestí y tomé tinto del termo. Busqué el dial en el pequeño transistor, cogí la grabadora y la libreta de apuntes y salí sin hacer ruido.

La madruga era oscura y fría, no había amago de lluvia. Crucé el parque solitario. Caminaba por el centro de la vía previendo cualquier sorpresa de los ladronzuelos. Llegar a la carrera quinta fue para mí una eternidad, lo mismo la espera del vehículo. No paraba de mirar el reloj. Una vez lo abordé, me acomodé en la parte posterior. El conductor era un viejo bonachón, calvo y acuerpado. Bostezaba mientras manipulaba la cabrilla con abulia. No había congestión, llegamos rápido a la quince con tercera. Subí por ésta a paso largo. Los pocos adormilados madrugadores deambulaban sin rumbo. Una señora canosa, ubicada en una esquina de la calle trece ofrecía tinto, jugo de naranja y cigarros. Era dicharachera, se congraciaba fácilmente con su clientela. Me acerqué y pedí un tinto. ¿Vas para la emisora?, me dijo. Sí señora, le contesté. Soltó una carcajada monumental. ¿Eres primíparo? Sí señora. Tiene razón. Los periodistas llegan sobre la seis. Algunos toman tinto acá mientras la cortina del noticiero. Me dio pena. Pensé en la mujer. Traté de zanjar la novatada diciendo que era amigo de la puntualidad. “Es mejor estar adelante y no atrás”, dije sin mucha convicción. “Es cierto, dijo un señor que saboreaba un jugo de naranja, pero no se puede exagerar”. Decidí callar. Pagué y me marché.

El edificio estaba prácticamente a oscuras. Subí las gradas y me encaminé por el pasillo en penumbra. Al doblar una esquina, me salió al paso el adormilado celador más nervioso que yo. “¡Alto!”, me dijo. “Soy el periodista Andrés Morales, hoy comienzo a laborar”, le dije con la voz quebrada. Se echó a reír quitándose las pitañas. “De milagro no vino a dormir anoche aquí”, me dijo. Lo miré con enfado. Era alto y acuerpado de rasgos indígenas. Molesto me detuve con brusquedad. “Es mi problema, amigo”, le contesté. “Disculpe, me dijo, era una broma”. Regresé a la calle caminando con dirección a la plazoleta. A un lado de esta, había una vendedora de tinto. Compré uno y lo tomé despacio. Dos veteranos conversaban de la crisis económica. La situación es cada día más compleja, dijo uno de ellos, dejando escapar un suspiro lúgubre. Estamos a merced de la mafia, pero al pueblo le gusta eso, porque llega las elecciones y se da en los calcañales para ir a votar. Su contertulio sonrió apurando un sorbo. El pueblo ama sus cadenas, dijo el veterano de cachucha marinera.

Entré de lleno a la conversación. Me pareció interesante. De acuerdo en cuanto a que el país atraviesa una grave crisis, la cual seguramente se irá profundizando. El pueblo no es que ame sus cadenas, lo que sucede es que es víctima de los aparatos ideológicos y represivos del Estado. Los dos contertulios, me miraron extrañados. No me dijeron nada con su palabra, pero sí con la mirada. Algo así como que quién le está preguntando su opinión. Entendiendo la situación, me tomé el tinto, lo pagué y me marché excusándome de la imprudencia. Era las 5:30 de la fresca mañana. Poco a poco la ciudad iba despertando. Regresé a la emisora. Conversé con la secretaria. Era flaquita de blujean sueltos y blusa floreada. No han llegado los periodistas, dije por entre los dientes. La menuda mujer sonrió. Ellos llegan sobre el tiempo. Me senté en un pequeño asiento y revisé los textos de las noticias. La salita de redacción estaba solitaria. Solo el encargado del control máster, un señor canoso, manejaba con parsimonia las perillas de la pequeña consola. Miré el reloj: Faltaban cinco minutos para las seis. Intempestivamente, entró el director a paso largo y un poco agitado. No me saludó, me preguntó: ¿Tiene usted la noticia gancho? Me incorporé y le pasé los textos. Una mirada de relámpago y una decisión cortante: No la tiene, dijo. El corazón comenzó a latir aceleradamente y mis manos a temblar. Volví y me senté. ¿Tiene grabaciones? Dos, respondí. Muy bien respondió sin perder la serenidad. Dos periodistas entraron de prisa. Les hizo la misma pregunta. Yo la tengo, dijo la mujer. Era graciosa. Ojos redondos, cara ovalada y cabellos largos. Cada uno se ubicó en su respectiva piraña. El director me miró indicándome el sitio. Me acomodé. Los colegas ya organizados, me miraron y me saludaron afables. Bienvenido colega, dijeron en coro. Gracias, contesté con timidez.

Autocríticamente mi debut fue un desastre. Sudaba. Mi voz temblaba, originé varios baches. Al terminar la titulación del noticiero, el director me preguntó que cuál era mi pauta publicitaria. Yo le dije con el índice que no tenía. No dijo nada. Al terminar la emisión, mientras recogía los textos, yo esperaba expectante la sarta de críticas y recomendaciones por parte de Mario Castellanos Mesa. No fue así. Me miró con afecto y generosidad: Tranquilo, me dijo, nadie nació aprendido. Respiré. Quise abrazarlo. Era un hombre generoso. Al salir, me encontré frente a frente con el doctor, sin saludarme con su infinita petulancia, me dijo al ingresar a su pequeña oficina: Hay que mejorar. No me dio tiempo de responder. Me despedí y caminé por el pasillo tomando la calle. Fui a la gobernación. Hice un par de entrevistas y regresé a casa a desayunar. ¿Me escuchó?, le pregunté a la mujer. Me cogió el día, cuando prendí el radio, estaban despidiendo la emisión. No le dije nada. Caminé al cuarto y me dejé caer pesadamente sobre el camastro. Las palabras del director retumbaban en mi mente. No puedo defraudarlo, pensé.

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