miércoles, 30 de junio de 2021

La Protesta Popular. Cuento

 


Por Nelson Lombana Silva

Parado en el balcón de madera sin pulir, carcomida por el comején, Arturo contempló alucinado el paso multitudinario de obreros, campesinos, estudiantes, sindicalistas, hombres y mujeres de todas las edades, lanzando consignas contra el gobierno. Era un río descomunal que avanzaba despacio con pendones multicolores y arengas incendiarias bajo un sol metálico que se explayaba con ímpetu descomunal sobre la ciudad polvorienta, sacudida por el desempleo, el terrorismo de estado y la corrupción.

Con las manos metidas en el raído pantalón oscuro contemplaba ensimismado el bullicio fenomenal, sin atinar a entender lo que estaba viendo y sobre todo las causas estructurales del espectáculo multicolor que parecía infinito. “Éntrese”, gritó su mujer “Es peligroso. Esa chusma te puede hacer daño”. Arturo, volvió levemente la mirada con enfado, volviendo su mirada a la multitud que no paraba de gritar con mordacidad.

“No es peligroso” – dijo en voz alta para que su mujer oyera. “Es un carnaval, lleno imaginación y agitación”, agregó sacando una de sus manos del bolsillo para quitarse una pitaña y así contemplar mejor el espectáculo popular. “¡Qué espectáculo tan grotesco!”, gritó la mujer regresando a la sala principal. “Son los demonios sueltos perturbando el orden público”, refunfuñó mientras se acomodaba en el sofá, mirando con atención sus largas uñas.

Era una mujer rellena, de amplia espalda y caminar lento. No conocía el hambre, ni la estrechez del hogar, ni las filas infinitas para reclamar un mejoral o un acetaminofén, todo lo tenía a su alcance sin mayor esfuerzo. Sus ojos oscuros y esféricos, le daban un aspecto petulante y engreído. Pidió un tinto y mientras lo degustaba miraba el catálogo de perfumería francesa. “Hay que estar actualizado con las novedades del momento”, pensaba ensimismada.

Arturo era espigado, trabajador incansable, se batía a diario para satisfacer los caprichos de su mujer, eran caprichos cada vez más excéntricos y distantes de su realidad social y económica, que intentaba complacer con el único interés de hacerla feliz.

Dio un paso adelante y colocando sus dos manos en el borde del balcón, continuó observando la muchedumbre sudorosa y bulliciosa que avanzaba sin hacer pausa. Entre el ramillete multicolor de banderas, observó una roja grande con la hoz y el martillo que flameaba enhiesta en manos de un obrero. “¿Qué significará ese símbolo?”, pensó para sus adentros. La vio distante. Poco a poco se fue acercando en ese remolino de hombres y mujeres, bulliciosos y bulliciosas. Por entre las banderas del tricolor nacional, aquella se erigía imponente, brillaba con el sol metálico. Se inclinó para verla mejor, mientras se acercaba con dificultad. Al verla mejor, quedó petrificado. Quien la portaba era su compadre Andrés. Bañado en sudor y con su voz ronca, no paraba de agitarla y gritar consignas unas tras de otras. “¿Qué hace mi compadre con esa bandera?”, dijo perplejo.

Andrés se detuvo y levantando su mano derecha haciendo la señal de la victoria, agitó con más fuerza la bandera que portaba en la mano izquierda. Caminaba exultante, dando pasos de firmeza. “¿Qué pasa, compadre?”, gritó Arturo, agitando sus manos. “El pueblo se cansó, va por el poder, compadre”, gritó Andrés, sin dejar de agitar la bandera. “Pon cuidado compadre: Al pueblo nunca le toca, ya lo dijo Álvaro Salom Becerra”. “Se equivoca, compadre, no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. Vamos a la carga, lo dijo Gaitán”.

Andrés se inclinó levemente y despidiéndose alegre, avanzó. La enorme bandera roja con la hoz y el martillo se fue alejando, hasta perderse en el océano de sueños y esperanzas de millones de alpargatados que por fin habían comprendido que la unidad, la organización y la movilización los hacían invencibles.

La mañana era soleada. El astro rey brillaba majestuoso como identificándose con los manifestantes que avanzaban por la larga avenida sin hacer pausa dejando al aire toda su rabia y frustración de tantos años de cruda promesa y engaño. Arcadio, dirigente sindical, levantaba vistoso un cartel que decía: “¡No más hambre, no más injusticia!”. Era de contextura física delgada, barba escabrosa y mirada aguda. Manejaba las mejores relaciones con sus compañeros de lucha. Siempre había en sus labios una risa alegre y abierta a todos y todas. Estaba desposado con Delfina. Era padre de un hijo volantón y una niña de ojos negros expresivos y de cabellera ubérrima que caía sobre su espalda con gracia y elegancia. Movía el pendón en todas direcciones, mientras conversaba animadamente con su compañero de brega, el camarada Andrés. “Esto lo ganamos, camarada”, decía con énfasis sin dejar de mover el cartel en todas direcciones. Andrés, alto y acuerpado, sin dejar de blandir la bandera roja avanzaba con firmeza. El sudor rodaba por su frente ancha. “La pelea no es fácil, camarada. El enemigo de clase no cede fácilmente, pero la protesta es multitudinaria”. “De acuerdo – contestó Arcadio – pero la fortaleza del paro nacional es inmensa”.

A lo lejos, la plaza principal de la ciudad se veía imponente. Rápidamente llegaban obreros por los cuatro costados de acceso y se iban apoderando del inmenso escenario. En un pequeño escaño, Delfina con sus dos polluelos esperaba ansiosa el arribo de la marcha. Nerviosa miraba la gigantesca masa que se desplazaba con lentitud sin dejar de gritar. “¿Dónde vendrá?”, se preguntaba con insistencia. El jovenzuelo hacía bailar el trompo en su mano, mientras la niña se divertía viendo la multicolor movilización. Impresionada miraba el mar de banderas de diversos colores que no paraban de agitarse. Los músicos interpretaban aires de la región, sin hacer pausa. “¡Qué fiesta tan linda!”, dijo entusiasmada mirando a su mamá.

Delfina era bajita de piel canela y mirada montaraz. Desplazada del campo, echaba raíces en la ciudad, la que consideraba un promontorio de arena y cemento sin vida y sin esperanza, pues consideraba que la esperanza estaba en el campo, por cuanto el campo es vida, se produce alimento y se respira aire puro. La ciudad en cambio, se caracteriza por la alta polución, la miseria galopante, los niños en los semáforos pidiendo una moneda y los jóvenes consumiendo alucinógenos, las jovencitas en los lenocinios y los abuelos abandonados en la soledad sonora del ocaso inexorable de su andrajosa existencia. “Hay que buscar a su papá”, dijo mirando extasiada la muchedumbre. “En esas estamos”, dijo el joven sin dejar de jugar con el trompo.

Rápidamente la plaza se fue atiborrando. Al decir de Arturo no le cabía un alfiler más. Como pudo se abrió paso sin dejar de agitar la bandera y se ubicó cerca de la estatua del general Bolívar. Arcadio avanzó con el cartel en alto, mirando en todas direcciones, gritando consignas de paz, justicia y cambio. Lo hacía con vehemencia. Delfina y sus hijos, lo ubicaron por la bandera que portaba Andrés. “Esos camaradas son inseparables”, pensaba. Forcejeando lo abordaron. Arcadio, al verlos gritó alborozado. Como pudo se movió hacia su mujer y estampándole un beso festejó su presencia y la de los niños. Sin pensarlo dos veces, citó la célebre frase de José Martí: “Las palabras conmueven, pero los ejemplos arrastran”. Delfina sudorosa, sonrió, al decir: “En una relación donde esté uno debe estar el otro”.

La banda de músicos no paraba de tocar los aires más autóctonos de la comarca. Lo hacía con gracia y elocuencia. El tremolar de banderas no paraba. El animador, negrito y ágil, subió a la tarima, anunciando la intervención principal a cargo del presidente de la central obrera. Era un hombre moreno, acuerpado con bigote metálico y mirada profunda. Tenía una cachucha oscura y unos anteojos de vidrios gruesos, el blujeans desteñido y la camisa caqui. Se movía despacio pero muy seguro.

Sin emoción alguna, acomodó los micrófonos y esperó pacientemente que se hiciera silencio, entonces intervino. Su voz grave comenzó con bajo volumen, casi imperceptible. El silencio fue total. Todos querían escuchar su intervención. Después del saludo genérico, el acuerpado orador sacó del bolsillo de su camina, un pequeño papel, el cual conservó en sus manos, hasta el final del discurso. De vez en cuando, lo miraba y seguía su perorata. “Es un orador verraco”, dijo Andrés moviendo la bandera. “Lo más importante es su contenido”, agregó Arcadio moviendo su cartel. “Ese compañero tiene cojones bien puestos, porque cantarle la verdad al gobierno no es fácil”, opinó Delfina.

En la medida que avanzaba su voz aumentaba. Se escuchaba con suma nitidez por toda la plaza. Retumbaba al denunciar la corrupción, el desempleo, la violencia de estado, los crímenes selectivos y las continuas amenazas de las hordas militares-paramilitares, contra los obreros, los campesinos, los indígenas y los jóvenes. Exhortaba con vehemencia a la unidad de la clase obrera, respetando la diversidad y la pluralidad. Trajo a colación el planteamiento de Gaitán de que las necesidades del pueblo no tienen color político. Incluso, repitió textualmente su trascendental arenga política: “Gentes de todos los órdenes, Liberales y Conservadores: Os están engañando la oligarquía colombiana”. La muchedumbre estalló en una ovación que duró varios minutos e hizo estremecer las estructuras caducas del Estado. Lo había dicho con contundencia, claridad y énfasis.

La concentración de Andrés, Arcadio y Delfina, la interrumpió abruptamente el jovenzuelo. “Mira, esos robots, ¿Qué son?” Arcadio, miró hacia donde señalaba el niño con su índice derecho. “No veo nada”, dijo. “¿Son marcianos?”, insistió el pibe nervioso. Arcadio, trepó al muro para ver mejor y un minuto después descendió circunspecto. Miró a Andrés e inclinándose le dijo en voz baja al oído: “¡Viene la represión!”

Andrés, frunció el ceño y sin dejar de agitar la bandera, echó una mirada a su alrededor. El rumor fue en aumento. Se regó como pólvora. El orador, sintetizó su intervención y dando media vuelta descendió de la tarima, avanzando hacia un costado de la plaza. La muchedumbre bajó las banderas y las enrolló rápidamente. Andrés no lo hizo. La mantuvo en alto y no dejó de agitarla. “Esto se va a poner feo”, dijo Delfina. “Vamos”, dijo Arcadio, empujando con fuerza. “Es la represión oficial”, agregó en voz baja. “Me iré pero con la bandera en alto”, dijo indignado Andrés.

En fila india salieron y tomaron la calle diez. Los robots avanzaban despacio pero con firmeza. En sus cetrinos rostros se leía la maldad y la sed de violencia. “Ellos son pueblo”, dijo Delfina en voz baja e indignada. “Pueblo alienado”, contestó Arcadio malhumorado. El estruendo estremeció el entorno y una columna de humo asfixiante se levantó. En el otro costado, otro estruendo y el otro, otro estruendo. El humo picante se acomodó de la plaza. La muchedumbre corría despavorida. Se chocaba entre sí. Los alaridos se oían en todas partes con dramatismo. Andrés, Arcadio, Delfina y los dos niños corrían. Doblaron la esquina y se dispusieron a desandar lo andado.

Arturo, que se había recostado a reposar el almuerzo, despertó sobresaltado. De un salto se sentó en el borde de la cama y quitándose las pitañas agudizó el oído. Los estruendos se repitieron. Antonieta, abrió sus ojos diciendo con calma: “El populacho perturbando el orden público”. Bostezó volviéndose para el rincón. “Indolente”, dijo Arturo colocándose las pantuflas, encaminándose al balcón. A lo lejos la cortina de humo y los estruendos no paraban. “Es una batalla campal de armados contra desarmados”, pensó.

De entre la espesa humareda grisácea vio varios manifestantes correr y sin pensarlo descendió al primer piso abriendo la puerta de par en par. “Esos infelices tendrán refugio aquí”, pensó. Pronto escuchó resoplidos de toro agresivo. Se hizo a un lado y el grupo entró de un solo golpe. Los niños se tiraron al piso y los adultos se recostaron en la pared. Arturo cerró la puerta, atravesándole la tranca de madera pulida. “Pero, si es mi compadre”, dijo asombrado, dirigiéndose a Andrés. Andrés, sacó el pañuelo blanco y quitándose el sudor, saludó aún sofocado. “¡Qué acción más bella ha hecho, compadre, el régimen antidemocrático no admite la protesta, la reprime!”  “El Estado Social de Derecho es una falacia”, acotó Arcadio, acariciando el rostro de los hijos al lado de su mujer, que sacudía su frondosa cabellera. “El Estado es una máquina, compadre”, dijo Arturo, ofreciendo sillas cómodas. “Una máquina represiva”, agregó.

“En eso tiene razón, compadre: El Estado es una máquina en beneficio de la clase burguesa”, dijo Andrés dejando escapar una risita nerviosa. “Una máquina al servicio de la clase gobernante, la clase burguesa”, agregó Arcadio, dejando escapar un prolongado suspiro. “La propaganda dice diferente”, expresó Delfina. “Dice que el Estado es el árbitro que dirime las contradicciones entre las clases sociales”. Andrés dejó escapar una carcajada estridente. “Eso es mentira. El Estado burgués siempre está al lado de la clase gobernante, la clase burguesa. No existe la cacareada neutralidad de que nos hablan los historiadores del establecimiento, esta no deja de ser una gran engañifa”.

Arturo se inclinó para pedir silencio. La agresiva bota militar-paramilitar se movía allá afuera. Andrés caminó en la punta de los pies y mirando por la hendija permaneció algunos segundos. Todos guardaron silencio. “Son ellos. Llevan varios detenidos”, dijo en voz baja. “¿Distingue algunos conocidos?”, interrogó Delfina, apenas moviendo los labios. “Los llevan con el rostro cubierto”, contestó por entre los dientes. “Hay que hacer la denuncia”, dijo nervioso Arcadio. Arturo, se volvió intrigado. “¿Denuncia para qué?” “Para salvar las vidas, compañero”, dijo Andrés. “De no ser así, el Estado se los traga”, agregó Delfina nerviosa.

Arturo no quedó muy convencido. Pensaba que era exageración de los manifestantes. “¿Y ustedes qué hacen?”, preguntó a los pibes, todavía sentados en el piso. Los niños se miraron entre sí, como queriendo decir: “Conteste usted”. Al ver el silenció, insistió, esta vez con más firmeza. La niña eludió su mirada y fijándola en el piso contestó susurrante: “Aprendiendo para cuando seamos grandes”. “¿Y usted?”, dijo dirigiéndose al jovenzuelo de ojos aguamarinas. “Defiendo la educación pública”, dijo sin mucha convicción.

Al caer la tarde, regresaron a casa. Durante el recorrido apreciaron destrozos, piedras menudas en la calle y una que otra llanta humeante. Las noticias decían con aspaviento que vándalos habían enfrentado la autoridad policial con armas contundentes, algunas de alta peligrosidad. Que la autoridad en defensa de la institucionalidad y respetando los derechos humanos, había actuado con patriotismo, respetado la protesta pacífica, habida cuenta que es un derecho constitucional. “Los mismos cuentos”, dijo Andrés al despedirse de Arcadio, Delfina y sus hijos. “No cambian los libretos”, acotó Arcadio meditabundo. Andrés, entró en su modesta casa y el núcleo familiar se alejó, mirando a su alrededor nerviosa. Había contusiones, pero también grandes logros para la clase obrera. “Los derechos no se mendigan, se exigen”, dijo Arcadio, en su modesto cuarto. “Así es”, contestó Delfina refugiándose en sus brazos. Los niños fueron a sus cuartos después de la cena. La noche, gigantesco manto oscuro, cubría la ciudad en su totalidad. FIN.

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