martes, 18 de junio de 2019

Violación de Madre

Por Nelson Lombana Silva

(Cuento).-Despertó a la misma hora con el cántico melódico de los pájaros multicolores que llegaban en busca del sustento diario cuando apenas el sol se asomaba en el horizonte despercudido y radiante. Durante algunos minutos permaneció inmóvil mirando el techo del cuchitril evocando la escena de la noche anterior. Lo había sentido entrar al cuarto de la pequeña, cruzando el angosto corredor terroso. Percibió en su mente la agilidad del felino para acomodarse a su lado. Iba preparado. Era cuestión de meterse bajo el cobertor roído, abrirla de piernas y actuar. Todo lo tenía calculado. Los gemidos habían sido casi imperceptibles. El fulano tenía permiso con la única condición de no perjudicarla y de celebrar con ella el espléndido banquete. Eran las dos condiciones básicas del pacto.


Se incorporó pesada y musitando alguna oración maquinalmente se encaminó a la cocina para comenzar la rutina de todos los días. Arrastrando las pantuflas fue hasta el inodoro y después de bañarse las manos en el pequeño estanque, arrimó los leños y los carbones ocultos en la ceniza para prender el fogón. Arrimó las tulpas colocando la olleta arcaica del tinto. Comenzaba a clarear. Prendió el pequeño receptor donado por uno de sus hijos y escuchó las noticias. Eran noticias aciagas. Hacían referencia a muertes violentas, robos, atracos, carestía y alzas de impuestos. “En este país nada mejora”, dijo para sus adentros. Se acomodó en la pequeña banquete de madera sin pulir a esperar que el agua hirviera para echarle la cafeína. El día era de verano. A lo lejos el ganado bramaba, mientras los abnegados ordeñadores apuraban su actividad entre risas y malas palabras. Raspó el tarrito hasta el fondo, extrayendo lo último con absoluta resignación. “Todo se acaba, menos la pobreza”, pensó mirando el fondo del tarro amarillento. Lo dejó en su sitio y mientras disolvía la cafeína, miró a través de la pequeña ventanita la presencia de un joven de movimientos ágiles que descendía por la pendiente, llevando sobre su hombro derecho una mochila de cabuya al parecer pesada.

Sirvió un pocillo de café y colocándolo sobre un plato esmaltado se encaminó al cuarto. El macho todavía dormía. La niña estaba volteada para el rincón. Lo movió con cierta rudeza. El macho abrió los ojos abotagados de sueño y moviendo las manos dejó escapar una risita de triunfo. La mujer cincuentona correspondió golpeándole la barriga. “¿Qué tal la faena?”, preguntó con sorna. “De maravillas. Resultó una experta”, contestó incorporándose con dificultad del camastro. “¿Por fuera como pactamos?” “Todos. Soy de palabra”. “¿Todos?”, preguntó asombrada. “Sí. Tú sabes como soy”. La mujer greñuda y percudida dejó escapar una carcajada de triunfo. Aquello le parecía una odisea excitante. Miró a la pibe y se regresó a la cocina. El tigre se levantó como Dios lo mandó al mundo con destino al inodoro pasando junto a su mujer mirándola con fingía lascivia. “Esta noche me toca a mí, ¿Verdad?”, dijo ensimismada dorando las arepas para el desayuno. El hombre no contestó. Cantó una vieja canción arrabalera mientras cocadas de agua fría caían sobre su cuerpo obeso y contrecho.

El joven llegó sofocado con la carga a cuestas. Cruzó el pequeño patio recubierto de pasto quikuyo y dando un pequeño rodeo para evitar el fango entró al corredor terroso. Descargó la maleta en la banqueta y suspirando saludó. Azurina, parada en el marco de la cuchitril cocina, contestó el saludo registrando su presencia con aspaviento. “¿Por qué madruga tanto?, preguntó al pasarle tinto humeante y una galleta. El joven que brisaba los trece años, se refugió en el asiento, contestando apenas con una risita taciturna. “Mi papá manda esto y que la espera esta tarde en el mismo sitio”. Azurina dejó escapar una sonrisa nerviosa cerciorándose que Asdrúbal no escuchara la conversa. “Baje la voz – dijo – las paredes tienen oídos”. El joven sonrió al entregar el presente. Eran frondosos y frescos productos de la región.

Después de desayunar, Asdrúbal marchó al surco. Era un burro para el trabajo. Se alejó silbando con el azadón al hombro, llevando el morral con el agua y el almuerzo. Azurina lo vio alejarse y dejando escapar una carcajada estridente le dijo a Ezequiel que entrara a la cocina. Tímidamente el joven ingresó acomodándose en la tapia. “Ahora sí podemos hablar libremente”, dijo. Sonrojado el joven la miró. Era de pocas palabras. Tenía un blujean desteñido y una camisa caqui, botas de caucho. “¿Le gusta ya las mujeres?”, preguntó Azurina acomodando los tizones para que dieran más llama. El joven no contestó. Agachó la cara y fingió mirar la llama que se levantaba.

Azurina era una mujer flaca. Tenía problemas mentales. Era adicta al sexo. Recorría aquel andurrial con destreza haciendo grandes recorridos con la pequeña Santina, también con problemas mentales hasta el caserío donde compraba el alimento. Recorría la distancia bajo la lluvia o el sol canicular con formidable fortaleza física. Poco le gustaba viajar con su marido. Sola recibía todo tipo de halagos muchos de los cuales terminaban recompensados en los matorrales a la vereda del estrecho camino de herradura. Dejaba a su inseparable compañía recogiendo moras o sencillamente descansando en los potreros, mientras se sumergía en los retozos del amor con frenesí olvidando que tenía marido. El tiempo se le iba en eso. Con cuanta mujer podía entablar comunicación lo primero que le recomendaba era esta plática amorosa con el único argumento que la vida era un momento que había qué disfrutar con intensidad. Como era obvio no aconsejaba la fidelidad ni casarse solamente con una persona, el placer estaba en auscultar cuerpos y experiencias a granel. “Nadie lo hace lo mismo”, decía.

Cuando alguna le salía con el cuento del qué dirán, Azurina dejaba escapar carcajadas estridentes y mirando a su contertulia de pies a cabeza, contestaba que eso no importaba. “No tiene sentido sacrificarse por el qué dirán”, solía decir y animaba su argumento con una retahíla profusa que envolvía y seducía fácilmente. “¿A qué edad puede la mujer comenzar a disfrutar?”, preguntó la vendedora de tintos en el pequeño caserío. “Bien tempranito”, contestó con sorna, mientras apuraba el tinto, sentada en una pequeña banqueta de madera sin pulir.

El caserío era pequeño con una sola avenida principal. No tenía calles, ni alcantarillado. Solo un templete de madera tosca y un pequeño campo deportivo en precarias condiciones. El campesino libaba viernes, sábados y domingos. El lunes retornaba al surco enguayabado dispuesto a comenzar de nuevo.

“¿Se le mide?”, preguntó irónica, mirando al jovenzuelo de mirada triste. “Esta acostada, duerme todavía”. El joven permaneció ensimismado mirando los carbones y el fuego, moviendo una astilla sobre la ceniza oscura. No parecía escuchar las palabras de la mujer que lo miraba expectante tras la cortina de humo que se levantaba y salía por la estrecha chimenea. El sol metálico iba ganando altura y cada vez era más radiante. “¿Y si regresa don Asdrúbal?”, preguntó Ezequiel por entre los dientes sin levantar su mirada. “Regresa hasta por la noche, no se preocupe”. “¿Y si no se deja?”, preguntó nuevamente. “Ella tiene ocho y usted trece, ¿se dejará usted dominar?”. Más tranquilo Ezequiel volvió a preguntar: “¿Y si chilla?” “Es normal la primera vez”, contestó la infame y desnaturaliza madre.

Los pájaros multicolores se habían ido. El silencio reinaba en la montañosa y gélida región. El sol no lograba conjurar del todo el frío. La mañana se iba extendiendo poco a poco, exhalando un perfume embriagador. La pequeña quebrada bajaba inexorable sobre piedras grandes y pequeñas descolgando en caídas profundas. Los animales de monte se movían en todas direcciones por sus senderos reducidos en busca del alimento. Los labriegos araban la tierra para sembrar la yerba maldita. Poco a poco la selva iba cediendo a la avaricia de aventureros que soñaban con alcanzar fortuna sin el mayor esfuerzo.

Azurina dio una vuelta por el cuchitril para cerciorarse que ninguno rondaba y entrando a la cocina convidó a Ezequiel al cuarto donde la pequeña Santina dormía plácidamente envuelta en su cobertor floreado. Ezequiel entró despacio, temeroso e indeciso. Era un cuarto oscuro con una pequeña ventanita recubierta con pequeño abrigo hecho a crochet. La malvada madre miró instintivamente a su pequeña hija de solo ocho años y al mocetón de trece que miraba ensimismado su entorno con suma ansiedad. Pensó en escapar, pero comprendió que era demasiado tarde. Santina estaba volteada para el rincón y había dejado descubierto ligeramente su trasero. “Mírela, tiene pierna”, dijo Azurina cogiendo al joven por la cintura para aflojarle el cinturón roído por el uso. Asdrúbal la miró aterrado y recostándose contra la pared se resignó a todo. Al fin de cuentas a eso había ido.

De un golpe lo dejó desnudó. Lo sentó en sus rudas piernas y lo acarició con lujuria. “Solo es para que se caliente”, dijo halando con suavidad el genital. Ezequiel la miró con pánico. La mujer no lograba su propósito, el órgano continuaba blando. Entonces lo acostó en el camastro e inclinándose  comenzó a succionarlo con intensidad. Poco a poco el órgano fue levantando bandera y engrosando. Era cabezón. Miró el prepucio y al considerar que estaba listo, lo acomodó en la orilla. “No lo deje ver, se puede asustar”, dijo. Entonces, se inclinó para volver a Santina para la orilla. La pequeña despertó poco a poco. “Es suya”, dijo Azurina ocultándose tras la puerta.

Cubierto hasta la cintura Asdrúbal miró a Santina. “Soy yo, dijo, no haga bulla”. Sorprendida la pequeña de cuerpo fornido, ojos negros y piel oscura, lo primero que se le ocurrió como tabla de salvación fue su mamá. “¿Dónde está?”, dijo despertando de un solo golpe. “No está – contestó Asdrúbal – se fue a traer leña”. “¿Seguro? Ella es muy zorra”, insistió Santina colocándose bocarriba. “Estamos solitos”, insistió Asdrúbal tomando control de la situación. La resistencia que colocó la pequeña realmente fue poca. Las caricias burdas del joven y las charlas de su mamá de que aquello era lo máximo, le desarrolló un estado de ánimo propio para la ocasión. El joven recorrió su mano de extremo a extremo, sosteniéndola con más fuerza en la entrepierna, después en las teticas y por último en la cara. La pequeña paralizada, inmóvil, apenas atinaba a respirar con dificultad y dejar escapar cortos gemidos.

“¿Me da un beso?”, le dijo Ezequiel agitado. Santina se tapó la boca con su mano rechazando de plano la solicitud. Entonces, el joven comenzó a rozarle el lóbulo de la oreja derecha con la punta de la lengua como Azurina le había indicado. La pequeña se estremeció. Era una sensación extraña agradable que iba creciendo en la medida que lo hacía con más intensidad.  Ezequiel fue dominando a Santina. La resistencia se hacía cada vez más débil. La última batalla perdida fue cuando deslizó su mano halando la ropa interior. Intentó hacer resistencia pero resultó en vano, no porque haya usado la violencia, sino por el placer que rinde hasta el más frío de la especie humana. Encima de ella, nada podía hacer Santina distinto a disfrutar. La primera embestida resultó un rotundo fracaso. Santina reaccionó preguntando qué era aquello tan duro y tieso que había pasado violentamente por entre la entrepierna. “El amor”, contestó Ezequiel preparando su segunda envestida. Controlando su ansiedad fijó su nuevo intento y cuando consideró perfecta la posición lanzó la siguiente embestida, pero fracasó nuevamente. Santina lanzó un chillido e intentó salirse, pero no pudo. Era demasiado tarde. Su esfuerzo resultó inútil. El ardor fue insoportable. “No más, no más”, gritó con desespero. Ezequiel la apretó con más fuerza e insistió con más ímpetu rasgando la piel lozana de su pequeña vagina. “El dolor es placer”, dijo apretándola aún más con aire de potro cerrero. No demoró un minuto la escena para Ezequiel, pero para Santina si se convirtió en una eternidad. Fueron segundos convertidos en minutos y minutos en horas. Gritando aún se sentó sobre la cama y mirando con desprecio a Ezequiel miró el pequeño campo de batalla. La sangre bañaba la sábana. “¿Qué me hizo maldito, peste humana?”, dijo Santina entre sollozos. Ezequiel la miró. Fue una mirada asustadiza. Luego, miró su órgano y también estaba untado de sangre y líquido viscoso. Se vistió rápidamente, escapando precipitadamente dejando abandonada la mochila de cabuya. De nadie se despidió. También sentía un ardor en su órgano. Se alejó a toda prisa por el estrecho camino. Por el mismo que había llegado.

Azurina, fingiendo susto y sorpresa, salió de su escondite, golpeando las paredes y moviendo sus manos como remos. “¿Qué pasó aquí?”, dijo. Santina sollozaba adolorida, desorientada, sin saber qué hacer.  Creyendo hallar protección en su madre se abalanzó sobre ella. Era su tabla de salvación, su consuelo y orientación. “Mamita, mamita, Ezequiel me violó”. Mientras sacaba papel higiénico y limpiaba la parte noble de la pequeña, la desalmada mujer llamó a la calma. Y aunque intentó ocultar su felicidad no pudo del todo. Así lo entendió Santina haciéndose la inocente, la que no comprendía el estado de ánimo de su progenitora. “Aquí, no ha pasado nada – dijo en voz baja y conciliadora – simplemente se consumió algo tan natural como respirar”. “¿Natural?”, dijo Santina boquiabierta sollozando. “La primera vez es así. Ya verá la segunda, será de pleno placer”, insistió Azurina quitando la sábana y llevándola para el fregadero, minimizando el drama de la pequeña. Organizó unos emplastos de yerbas aromatizadas y se la colocó sujetándola con pedazo de tela blanca. También le suministró una pastilla para neutralizar el dolor y le preparó un caldo con palomo como alimento de recuperación. Le entregó golosinas y la promesa de llevarla el sábado al poblado. El dolor físico cedió, el moral no; todavía, a los 40 años de edad, sigue latente destrozando el alma y la conciencia propia del ser humano. “¿Qué hacer en estos casos?”, preguntó Santina un poco más tranquila. “Asimilar y disfrutar. ¿Qué más se podría hacer?”, dijo Azurina, mirando a través de la pequeña ventanita la extensa vegetación.  
Fin

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