viernes, 13 de junio de 2014

El onirismo de la bella Ángela

Por Nelson Lombana Silva

(Cuento).- El único infeliz remordimiento que la madre se llevó a la sepultura fue el incorregible comportamiento de su primogénita. Sus duros noventa y ocho años calcinados por la incomodidad económica que le imposibilitó ir a la escuela y comprender que la tierra era redonda como una naranja, que la noche y el día era producto del movimiento de este planeta sobre su propio eje llamado movimiento de rotación y que los cuerpos caían hacia abajo por la fuerza de gravedad y no por mandato de fuerza sobrenatural como solían decir con aspaviento los negociantes del alma en sus prolongadas y tristes homilías y que ella repetía maquinalmente con el único argumento que decir lo contrario, era condenarse eternamente al fuego después de dejar de vivir.



Nunca creyó en Dios por fe, creyó por la cruda ignorancia y el miedo al fuego eterno que la iglesia decía con dramatismo sobre todo cuando se daba cuenta que el creyente no sabía dónde estaba parado y adicionalmente, era poseedor de gran fortuna, para lo cual utilizaba el argumento de que era más fácil que el camello pasara por el ojo de una aguja que un adinerado salvarse.


Esa sola idea la atormentaba. Por eso, al quedar viuda lo primero que hizo fue deshacerse de la fortuna que con tanto sacrificio había amasado su esposo con estoicismo durante largas y dramáticas centurias de abstinencia para ahorrar su fortuna que se fue dilapidando cada ocho días al depositar la ofrenda. Por cada bendición o salmo responsorial la veterana paulatinamente se iba despojando de su fortuna y colocándola en manos de Dios, quien no aparecía a recibirla personalmente sino que enviaba al regordete y encorvado cura, quien habido de dinero para satisfacer sus instintos humanos cada ocho días le montaba una película distinta.


Lo último que tenía era su vivienda. Una casona amoblada con espejos por todas partes, bañera y cocina integral, ventanales espaciosos que daban a la avenida y jardín frondoso con geranios, rosas, azucenas y margaritas, que la hacían singular en todo el barrio.  Ese domingo aciago de abril, el cura dijo que el que quisiera realmente seguir a Jesús que fuera vendiera todo, lo entregara a la iglesia, cogiera la cruz y lo siguiera. La anciana ni corta ni perezosa ni siquiera se dio el trabajo de vender su casona, inmediatamente llamó al cura y en el transcurso de esa semana le escrituró todo el bien. Como recompensa el religioso la ensopó de agua bendita, le echó incienso y bendiciones a granel. Adicionalmente, la puso como ejemplo en su parroquia, le garantizó la eternidad y la promesa de que cuando muriera la haría canonizar y sería santa por toda la eternidad desde este mundo.


Así que a los ocho días, una vez le firmó la escritura cogió las prendas más elementales de ella y de su primogénita comenzando a deambular por la ciudad sin rumbo fijo. El cura consciente que ojos que no ven corazón que no siente, le insinuó que no volviera por su parroquia para evitar toda suerte de tentaciones, que su muerte sería noticia mundial y ocuparía las primeras páginas de todos los periódicos del orbe con tanta fuerza que el sumo pontífice indagaría e iniciaría inmediatamente el proceso de canonización. “La muerte es vida”, le dijo al reiterarle solemne la bendición y decirle la manía frase: “Os podéis ir en paz”.


La desventurada mujer con su hija en brazos, comenzó a caminar por calles y avenidas internándose por sitios inhóspitos, que ni siquiera había imaginado en sus prolongados sueños. El hambre y el desaseo se fueron apoderando paulatinamente. Pedía algo de comer solo en casos extremos, prefería aguantar segura que con ello estaba labrando la corona de Santa más rápidamente, además que no estaba acostumbrada a pedir, porque en casa tenía de sobra. Generalmente, llegaba a los restaurantes y se ubicaba discretamente a cierta distancia y hacía llorar a la pequeña torciéndole la piel. Entonces las meseras se acercaban piadosas y preguntaban casi al coro por qué lloraba la pequeña y ella decía que porque tenía hambre. Las meseras se miraban atónitas y casi siempre se peleaban entre sí por hacerle llegar los sobrantes aseados que dejaban los oligarcas. Algunas incluso, por amor a Dios entregaban sus propinas. Entonces la mujer se alejaba y devoraba la rica vianda con avidez desbocada.


Desde los cuarenta años hasta los noventa y ocho  vivió rodando por el submundo de la indigencia, mientras su hija iba creciendo con desnutrición crónica, sin estudio y con mundo sobre sus hombros desde los once años. A esa edad sabía ya engañar a los hombres, fingir sensaciones de placer y colocar cifra económica a su raquítico cuerpo. Se volvió experta, mientras su madre iba perdiendo lucidez mental y las fantasías más insólitas aparecían cada vez con más intensidad. Según ella, cada vez sentía más cerca la presencia de Dios en cada paso que daba en la soledad de las calles desérticas, bajo los puentes o en el largo bulevar de donde era generalmente expulsada por los celadores usando palabras soeces y displicentes.


Todo insulto y agravio lo respondía como el cura le había ordenado: Humildad y sumisión perenne. “Hijo – solía decir – no sabes lo que haces”. Su rostro fue perdiendo brillo y frescura. Ahora su rostro era cetrino, la piel seca y la mirada extraviada. Nunca se volvió a peinar, ni a depilar, ni a pintar. Tenía la conciencia de que tenía que portarse como Santa de acuerdo a las orientaciones del levita.


Su hija la acompañó hasta cuando tuvo quince años. Un narcotraficante la encontró en el basurero de un prostíbulo y se enamoró perdidamente y comprometiéndose a hacerla feliz por el resto de su vida, la mujer más elegante de la comarca, con joyas, diademas y carros último modelo, la convenció cambiar de vida y la adolescente lo pensó y lo volvió a pensar, mirando sus pros y sus contras, hasta que finalmente tomó la decisión.


El narcotraficante – un hombre alto, delgado, cara afilada y nariz aguileña – complacido la llevó a uno de sus lujosos apartamentos y ordenó a la criada que la bañara con aguas aromatizadas, la perfumara, la vistiera a la moda y le prodigara los mejores manjares. Fue una tarea áspera para la criada que no daba abasto echándole agua y jabón de distintos olores y a pesar del esfuerzo, la mugre se negaba a salir, entonces repetía la dosis una y otra vez, mientras la jovencita gemía trémula de incertidumbre al saber que estaba sufriendo una terrible metamorfosis, llegando a la conclusión de que igual a su madre, se había vuelto loca. Sin embargo, se negaba a despertar y rogaba que la locura fuera más intensa, porque de esta manera se liberaba de su terrible realidad cotidiana.


La criada mientras trabajaba febrilmente hacía ingentes esfuerzos por contener las ansias de vomitar. Apretaba la boca con fuerza y sentía que la comida llegaba hasta la garganta, pero ella con la tenacidad que le caracterizaba echaba la comida para atrás, sus ojos llorosos de tanto hacer fuerza, mojaban las mejillas. Era una lucha sin cuartel que finalmente perdió. Incluso, no tuvo tiempo para llegar al inodoro: Cruzó la sala, la cocina integral y el pequeño patio interior vomitando sin control alguno. “Se me van a salir las tripas”, dijo angustiada colocando el rostro sobre la taza del inodoro de fina porcelana blanca.


Permaneció allí acuclillada largo rato botando hasta los hígados, mientras Ángela se moría de risa zambulléndose en la tina dejando escapar los últimos malos olores. Desnuda miraba su cuerpo centímetro a centímetro descubriendo el verdadero color caoba de su piel. La fragancia inverosímil la mareó también perdiendo el conocimiento a un lado de la tina solo atinando a echarse encima una toalla no por pena sino por frío a pesar del agua caliente aromatizada. El sueño de la felicidad la atrapó.


Soñó que volaba y volaba en un avión de estaño sin piloto, el cual era manejado con el pensamiento caprichoso de la jovencita que sentía tener el mundo a sus pies.


Voló por el canal de Panamá, las Bahamas, San Andrés y Providencia, las cordilleras y las llanuras a diez mil pies de altura. Desde allí, miró entusiasmada el mar embravecido como una gigantesca alfombra que no se estaba quieta, las bandadas de pelícanos blancos y el bullicio de los mercaderes que vendían sus cachivaches más por amor a Dios que por profesionalidad.


Parecían hormiguitas diminutas que iban en distintas direcciones sin hacer pausa. No podía entender cómo podía ver todo en la tierra con tanta nitidez a pesar de estar en semejante altura.


Veía desde allí perfectamente las cosas más ocultas y discretas de hombres y mujeres, descubriendo la infidelidad, la gula y las distintas aberraciones sexuales de los seres humanos, una vez abandonaban la vida pública y se meten discretamente en sus aposentos.


Tuvo tiempo para comprobar que era el obrero el que hacía fortuna y no el patrón como solían decir con aspaviento los medios de comunicación con inusitado despliegue  publicitario, al extremo que el mismo obrero repetía aquella mentira con increíble convicción y se indignaba cuando el sindicalista intentaba infructuosamente de convencerle del error que estaba cometiendo al pensar de esa manera. “No se puede ir contra la fuerza del poder”, decían los obreros mirando con desdén al líder sindical.


Algunos más osados expresaban a boca llena diatribas defendiendo las ataduras del patrón y justificando la explotación del hombre por el hombre, con el peregrino cuento que qué tal todos mandando o todos obedeciendo y tomaban como marco referencial los preceptos religiosos impuestos a sangre y fuego desde tiempos inmemoriales, cuando la humanidad estaba sujeta a la dictadura de la teocracia y todo individuo que imaginara algo distinto era quemado vivo, condenada toda su familia y abofeteado en el juicio que era un monólogo porque así lo determinaba el libro sagrado inventado hábilmente por los poderosos que se habían trazado el camino de gobernar eternamente sin el consentimiento de la mayoría, sino guiados simplemente por las mieses que depara el poder capitalista.


Era singular porque así lo concebía Ángela desde las alturas del feliz sueño, las muchedumbres atiborradas alrededor del deseo infinito de vivir yendo de un lado para otro haciendo puerilidades imposibles de contar, pero también cosas increíbles e insólitas que la llevaba a creer que el mundo era perfecto y que el creador era el único imperfecto porque había creado tal maravilla obnubilando su propia maravilla que la misma humanidad repetía maquinalmente  sin tener conciencia, solo al impulso tenaz de la alienación que era la primera condición para hacer parte de tal corriente, que solo tenía cabida en iletrados y cortos de espíritu, pues la misma biblia lo decía citando al oligarca San Mateo, quien sin sonrojarse le hacía decir a Jesús contra su propia voluntad y contra su lucha por deponer el odio e imponer el amor, la fraternidad y la solidaridad, mensajes insólitos y terriblemente distantes de la realidad concreta tal como el sermón de la montaña que hace referencia a las bienaventuranzas y en el versículo pertinente dice textualmente: “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos”.


Mi madre – pensaba la feliz reina de las alturas – interpretó tal cual el versículo y consecuente con ello acudió a vender sus pertenencias y salir por la ciudad invisible a cambiar la astucia e inteligencia natural por la de pobre de espíritu, que quería decir  en palabras nuestras tonta y así cumplir con el versículo que la había deslumbrado con la “sabia” orientación del curita que por estos momentos se echaba viento al lado de sus concubinas clandestinas en la suntuosa mansión.


Los santos polvos obedecían no a una traición de su misión evangélica, sino a una sutil sumisión pues el libro sagrado también decía sobre la naturaleza humana no tanto con la claridad sino con extrema sutileza que bien parecía mensaje cifrado que era necesario descifrar durante largos años de estudio teológico en los conventos soportando el supuesto monstruo de la abstinencia para comprender a cabalidad la misión de embrutecer sutilmente sin que el rebaño, que así era considerado despectivamente a la multitud creyente, lo percibiera. “Creced y multiplicaos”, era la clave para hacer y deshacer lo que la muchedumbre crédula consideraba pecado. De ahí se pegaba el religioso para justificar sus noches de parranda, las orgías interminables, las comilonas y los extravíos humanos en cantidades industriales. “Ya que tengo el privilegio de gustar de mujeres, privilegio que mi Dios da a muy pocos de sus ministros, debo aprobarlo y desarrollarlo con frenesí ahora que puedo, porque vendrán tiempos que queriendo resulta imposible y entonces se cometerán desafueros que van contra la misma naturaleza humana”, solía decir recostado en el reclinatorio mirando el Santísimo con suma humildad y obediencia picarona.


Las mujeres otoñales quedadas de la vida mundana entraban entusiasmadas a las congregaciones pregoneras del pecado y del arrepentimiento con aire de esperanza y no tardaban en ser más papisas que el papa. Todo era pecado para ellas incluyendo lo que solícitas hacían en tiempos de mocedad. Oraban con frenesí, asistían a las improductivas vigilias y a pesar que nada novedoso hallaban en sus emotivas plegarias salían diciendo con aspaviento que habían sentido el Espíritu Santo recorrer la distancia con vehemencia a través del vientecillo del próximo amanecer y que no habían visto el milagro en carne y hueso por la fuerza impetuosa del sueño que había imperado como ordenado por las fuerzas malignas que no faltan en su afán de imponer su dictadura con desdén y arrogancia.


La vieja Antonieta, adiposa, petulante y vacía que se creía superior a todas las mujeres del mundo todas juntas, creyente incorregible una vez los hombres dejaron de visitarla por respeto a su edad, no tuvo más camino que entregarse a la vida religiosa convirtiéndose – según ella – en la más perfecta y admirada por todos y todas. Repetía maquinalmente el evangelio según el cual Jesús había entablado conversación con una prostituta y mientras todos la despreciaban públicamente pero en privado la adoraban frenéticamente, el maestro de maestros, seguramente seducido por los atractivos físicos de la dama y exponiéndose a la crítica áspera no la había condenado y por el contrario, la había convocado a la conversión. “Anda, vete y no peques más”, le había dicho después de haber pasado un rato agradable dice él de plática, pero que otros suponen otras cosas, cosas que no se pueden afirmar porque se correría el riesgo de caer en la calumnia. 


Quería estar en todas partes y ser siempre el centro de atracción. No pensaba para hablar, hablaba para pensar; eso la llevaba a hablar barrabasadas, incongruencias espirituales y qué decir del manejo del idioma y en la comprensión del mensaje bíblico. Era preguntona a morir. Cuando encontró en un vetusto papel la palabra “Comunismo” fue a la parroquia y preguntó al cura el significado de la palabra y el cura le dijo que era la palabra más universal y engañosa porque venía del término Común que era como entender que todo era de todos por igual, que era una especie de congregación donde los niños no morían de hambre, ni de frío, ni de desnutrición y que los ancianos eran tenidos con especial cariño, pero que era pecaminoso porque no estaba de acuerdo con la palabra del Señor, que negaba la existencia de Dios y que además predicaba la consigna de uno para todos y todos para uno. “En ese sistema – le dijo sin rodeos – los curas son castrados, considerados mantenidos, mentirosos y enemigos de la ciencia y la felicidad de los pueblos”.


Así encontró Antonieta la mejor forma de desquitarse de su Dios cuando no le concedía sus innumerables solicitudes traducidos en caprichos pueriles, quería que todos los días Dios le hiciera milagros a granel solamente a ella, cuando esto no sucedía, que era siempre a excepción de algunas casualidades, se ofuscaba y se declaraba comunista, sin saber los estatutos, el programa y la línea política, desconocía la ética revolucionaria, la solidaridad, la verdad y el espíritu de lucha. Nada de eso. Era simple apariencia que deslumbraba a cortos de espíritu y livianos ideológicamente con increíble facilidad. Como buena mitómana y oportunista todo lo justificaba a través de una sarta de argumentos sin argumentos que muchas veces ni ella misma se los creía. Se creía sin igual y siempre igual.

 
Regañaba a todo aquel que no le rendía pleitesía y sobredimensionaba las virtudes de las personas que la adulaban y levantaban toda una fama imaginaria de heroína y de revolucionaria. Según esos comentarios superfluos la valentía de Antonia Santos, Policarpa Salavarrieta, Manuela Sáenz y Manuela Beltrán, no le daba ni a los tobillos de Antonieta, la vieja alta desgarbada y voz masculina que a diario tenía serios combates con enemigos ficticios por todas partes que ella inventaba y que aniquilaba con decisión y coraje.


Se decía en el poblado que no había nacido en toda la historia una mujer tan valiente, tan honesta, tan astuta y tan abnegada a la causa revolucionaria. Se decía entonces que si Vladimir Ilich Ulianov, más conocido como Lenin, hubiera tenido en sus filas a esta mujer durante la revolución de octubre de 1917, con toda seguridad le hubiera opacado su fama, valentía y coraje y la humanidad hoy no hablaría de éste sino de ella con extraordinario y vivo reconocimiento.


Nadie sabe cómo llegó a la dirección del Partido. Lo cierto fue que llegó y se parapetó en él siempre auto elogiándose y hablando pestilencias de los demás. La única vez que corrió el rumor por las células que sería reemplazada porque madreaba a todo mundo y consideraba aquello que era una virtud de mujer liberada y luego se confesaba y comulgaba para terminar en casonas de bombillo rojo dándole libertad a sus diversas pasiones, no tuvo empacho en inventarse la teoría de que era perseguía política. “Me van a matar”, dijo durante el ejecutivo rutinario colocando a todo mundo en calzas prietas. Y sin esperar pregunta alguna se destapó a contar con qué dramatismo novelesco las intuiciones femeninas que la inducían a pensar así.


No paraba de hablar y gesticular. Incluso, tuvo la osadía de derramar lágrimas de cocodrilo que inundaron el pequeño aposento, mojando la libreta de apuntes del viejo camarada que fungía de secretario general. No había duda. Era inminente su asesinato. Algún compañero suyo tímidamente se atrevió a medio preguntar por qué el enemigo de clase quería atentar contra ella y ella lo miró con indignación y abriendo las cuentas como si los ojos se les fueran a salir, lo recriminó una y otra vez. “Atrasado – le dijo – tú no sabes nada de marxismo – leninismo y de lucha de clases, si lo supieras no preguntarías semejante estupidez”. Con la colilla de cigarro prendió  el otro y mientras botaba el humo oscuro, el cual se esparcía por el estrecho aposento, recordó a todos los presentes que ella era la más clara políticamente, la más corajuda y en consecuencia la más asediada por los medios de comunicación, lo cual la colocaba a merced del enemigo de clase. Sin embargo, dijo que manejaba las mejores relaciones con el comandante de policía, con algunos agentes secretos, con el alcalde y hasta con el gobernador. “Quien lo creyera – dijo – pero el secretario de educación me adora, me recibe en su despacho a cualquier hora y todo porque soy astuta (para no decir zorra, porque se escucha mal) y en cualquier descuido lo acerco disimuladamente contra mí, me roza las tetas y siento su respiración cerca a las putas orejas y compartimos la fragancia. Solo así le pido el favor y hasta ahora nunca me lo ha negado”.


Nadie la contradijo. Por el contrario, hubo consenso unánime que Antonieta corría peligro y que tocaba hacer algo urgentemente. Al otro día madrugó a coger el destartalado bus el secretario general con destino a la capital llevando la información. La versión fue asimilada como dogma e inmediatamente se le fue adjudicado un cuerpo de escoltas, un carro último modelo blindado con virios polarizados. Desde ese día ella personalmente regó la bola que había sido considerada por el comité central como la “dama de hierro” y que en consecuencia en lo sucesivo nadie podía contradecirla. Desde ese día nunca se volvió a equivocar, nunca volvió a quedar de segunda y nunca más obligada a observar los principios leninistas de organización. Siempre se le consideró en toda la comarca como la revolucionaria perfecta, la que había que imitar e invitar a todos los fandangos, los cuales eran considerados por ella tertulias de elevada política. Un camarada tuvo el mayor desliz del mundo al preguntarle por qué siendo marxista – leninista era creyente. “Tonto – le contestó – es simple estrategia revolucionaria”.


Cuando alguien le comentó a raja tabla el pensamiento filosófico de Renato Descartes sobre la dualidad, (materia y espíritu) no dudó en decir que si ese personajillo fuera contemporáneo no dudaría en demandarlo por plagio por cuanto ella desde muy niña tenía claro ese pensamiento y si no lo había escrito era por sus múltiples ocupaciones porque ella había nacido para ser única en todos los campos del conocimiento. En un pleno realizado en octubre bajo una llovizna pertinaz y melancólica, el secretario de organización dijo que había crisis celular y que era necesario hacer un análisis crítico y propositivo para enmendar las fallas y poner al Partido a tono con la lucha de clases. Antonieta no bien terminó la exposición el camarada se tomó la palabra por asalto y recriminó enérgicamente al secretario diciéndole que estúpido, ignorante y ahistórico, que era menester precisar y no generalizar, porque su organismo era perfecto, singular, sin igual y siempre igual. Dijo que cada ocho días se reunía a estudiar la prensa revolucionaria, los documentos políticos, las resoluciones del comité central, leer con detenimiento la realidad barrial, departamental, nacional e internacional. “Debatimos – dijo – y sacamos síntesis y determinamos con claridad meridiana hacia dónde va este país bajo la dictadura de la oligarquía y qué hay que hacer para consolidar las condiciones subjetivas y objetivas de la revolución”. Incómodo el secretario pidió públicamente disculpas y apoyándose en el dicho que toda regla tiene su excepción, continuó su disertación desabrida cuidando de no volver a cometer el “error” cometido.


Antonieta no paraba de fumar. Era fumadora empedernida. Cuando alguien la interrumpió para hacerle caer en cuenta sobre lo dañino de la nicotina, se encabritó y dijo con qué seguridad que el mejor galeno que ha parido la tierra hasta entonces, le había dicho personalmente que a ella no le hacía efectos negativos, por el contrario, la llenaba de salud y bienestar. “Cada que me examina los pulmones – dijo – siempre me dice lo mismo: Tiene pulmones de niña”. Confundía la solidaridad con la caridad al extremo que se identificaba más con el cura que con el revolucionario. Tenía una mescolanza ideológica tan grande en su pequeño cerebro que nadie la entendía, por eso nadie le contradecía y todo se le admitía hasta en las cosas más absurdas e ilógicas, como cuando dijo que era cierto que el hombre tenía alma, había cielo y eternidad, pero que ella era marxista – leninista a morir y que dentro de su colectivo (Partido) ella era la más clara y consecuente con esa doctrina. Era todo y nada a la vez. Por eso se consideraba dialéctica y todo aquel que la conocía siempre le endulzaba el oído con la misma frase: ¡Qué maravilla!


La nave fantástica seguía recorriendo mares y continentes con increíble facilidad y la bella Ángela se divertía conociendo los sitios más recónditos y el comportamiento de los pobladores del planeta. Era meticulosa y explícita en registrar en su férrea memoria momento por momento, detalle por detalle sin dejar nada al garete.  Pudo establecer similitudes y diferencias entre el canal de Panamá y el canal de Suez, entre Cajamarca y una caja marcada, entre la lealtad y la traición, entre la explotación y la sumisión. Recorrió laberintos oscuros y de mala muerte, muelles abandonados y la ciudad de Estambul. Visitó mezquitas, palacios, prostíbulos, sin poder encontrar en estos casos muchas diferencias, a excepción de la consabida hipocresía y apariencia que solo se determina con el poder mágico del dinero.


Al cruzar la densa montaña de nieve perpetua de la Antártida la nave de estaño disminuyó paulatinamente su vertiginosa velocidad y amenazó con precipitarse sobre la inmensa sábana blanca. Ángela hizo un movimiento brusco y despertó sobresaltada dejando escapar un grito de pánico que se escuchó estrepitoso en todo el apartamento. Estaba bocabajo, sin toalla mostrando sus descarnados glúteos. La criada a punto de desmayar, había hecho un esfuerzo sobrehumano para preparar una infusión de yerbas medicinales y aprovechando que la paciente dormía plácidamente se había recostado en el sillón del centro y entrecerrando los ojos había intentado recuperar sus energías perdidas, esperando pacientemente que la bebida produjera efectos positivos y la joven despertara. Fue una espera dispendiosa. Quería ir a descansar en su modesto cuchitril arrullada por el encanto del viejo Idelfonso, el único hombre que había conseguido en toda su vida y lo amaba con todo su corazón a pesar que estaban próximos a cumplir las boda de oro de su feliz matrimonio, del cual habían dos retoños que recorrían las calles del país luchando por sobrevivir empujados única y exclusivamente por el deseo infinito de vivir y colaborar con sus progenitores. 


El grito estridente de Ángela la hizo reaccionar instintivamente y colocándose en pie fue a continuar con la faena. Ya había pasado lo peor. Sin embargo, quedaban rezagos que ella minimizaba con el amor que le colocaba al trabajo y el alto grado de responsabilidad que le caracterizaba. Volvió a introducirla en la tina de agua tibia y aromatizada con cierto aire de indiferencia. Ángela movió sus grandes pero tristes ojos negros para mirar la criada y por primera vez le sonrió levemente. Era una sonrisa frágil pero sincera, que la criada asimiló con entusiasmo, correspondiéndole. “Te pido disculpas – le dijo tocándose la vergüenza con sus desnutridas manos – son efectos del sistema y de los consejos del padre de la parroquia La Buena Esperanza”. La criada asintió con la cabeza, dando por terminada su misión. Se incorporó y se dirigió hacia la principal recámara donde el narcotraficante la esperaba tirado bocarriba mirando sin ver las arañas traídas de Europa.


“Misión cumplida, patrón – le dijo meneando su pesado trasero – la comida está servida”. El narcotraficante interrumpió sus cenagosas meditaciones y sin mirarla le ordenó que la hiciera pasar. Estaba ansioso por mirar y contemplar de cerca el diamante pulido. No tardó en aparecer bajo el marco de la espaciosa habitación la jovencita de mirada triste, cuerpo fláccido desleído por las noches de insomnio en los burdeles y las calles solitarias de la cruda ciudad. Sin embargo, caminó erguida con movimientos femeninos ocultando su dorso bajo el brillante pijama traída de Nueva Orleans durante la era escabrosa de la peste del cólera. Era consciente. Su oficio lo consideraba una profesión y como tal, tenía que ser responsable, honrada y procurar la excelencia. Caminó contorneándose, dando un giro sexy como si estuviera en pasarela, antes de alcanzar la cama. Se inclinó levemente dejando ver adrede el escote que aunque fláccido era femenino. El narcotraficante se sentó y sintió un corrientazo recorrer el espinazo de un solo golpe. Las hormonas sexuales se activaron y cambió rápidamente su pasividad que hasta ahora mantenía con pasmosa serenidad. “No te quiero puta, te quiero niña”, le dijo afiebrado. Ángela que era en realidad un ángel se tiró dando un salto gracioso dejando ver sus pantis levemente y metiéndose bajo el cobertor, se arropó de pies a cabeza y apretó las piernas y gritó pidiendo auxilio. Esa conducta complacía al narcotraficante. Se inclinó para comenzar la faena, pero violentamente un piquete de policía entró a su cuarto, unos por la puerta principal y otros por el ventanal. Afuera se escuchaba el chasquido de las armas automáticas.


El narcotraficante se tiró a la cama y abriendo los brazos gritó al comandante del operativo, un hombre adentrado en años, canoso, ojos zarcos y piel aria, quien lo encañonó con arma de largo alcance: “¿Qué quiere ahora que quiero ser feliz?”. El comandante miró rápidamente a su alrededor y sin remordimiento le dijo lo mismo que le había dicho una década atrás. “Muertos de hambre”, dijo el narcotraficante malhumorado tirando a la rapiña varios fajos de billetes de alta denominación. Era una lluvia en la que los agentes de la patria como niños se divertían cogiendo y recogiendo hasta llenar sus bolsillos y algunos sus maletines de campaña.


Al instante todo volvió a la normalidad. Los agentes abandonaron el apartamento y pronto se enfrentaron a una nube densa de periodistas que buscaban ansiosos la chiva del momento. Malhumorado el comandante concedió brevísimas declaraciones, pero que fueron suficientes para enrarecer la opinión pública nacional e internacional. “Encontramos – dijo – la cama calientica, eso indica que le estamos respirando en la nuca a esa bestia del mal”.


Margaret, que no se perdía las noticias, paralizó sus actividades para escuchar el desarrollo del avance informativo. Lo primero que concibió fue el patriotismo de la policía y así lo hizo saber a los vecindarios con aspaviento. En segundo lugar, tenía claro que ese narcotraficante tenía nexos con el demonio, solo eso explicaba por qué no había sido detenido después de tantos y valientes operativos policiales. “Es que el malcriado se vuelve invisible”, les dijo a las comadronas de su cuadra. Entonces se le ocurrió la genial idea de enviar una carta al comando general de esta impoluta comandancia recomendando que en lo sucesivo ordenara hacerle a cada balín una cruz. Era la tabla de salvación, el único camino para atrapar vivo o muerto al desgraciado narcotraficante.


El narcotraficante se incorporó ofuscado y mirando a la jovencita le tocó suavemente los pezones y los glúteos. “Tengo que irme – dijo – la policía es más falsa que una moneda de cuero”. Ángela no comprendió y abriéndose de piernas dejó todo a la vista. “Cuando recupere sus carnes volveré” – le dijo –. Habló en voz baja con la criada quien se disponía a abandonar el apartamento, abordando su lujosa limosina negra, la cual rodó por las calles y avenidas con absoluta libertad hasta desaparecer en la ventisca tormentosa de los billetes de alta denominación.


Ángela permaneció tirada sobre la lujosa cama sin decir nada. Era inconcebible que aquel hombre hubiera hecho semejante inversión para salir y no aprovechar. “Debe ser marica”, pensó para sus adentros mirando bajo la mortecina luz el cuarto a su alrededor paso a paso, rincón por rincón sin omitir uno solo. Miró su vergüenza con curiosidad irónica: “Te salvaste por ahora”, dijo por entre los dientes. Entonces se incorporó y recorrió la instancia tocando todo cuando encontraba a su paso. Cogió varios fajos de billetes y los tiró para arriba y luego se dedicó a ordenarlos tal como estaban. Así estuvo hasta que el sueño la venció cuando el amanecer era inminente y los gallos del vecindario no paraban de cantar. Durmió apaciblemente esperando una segunda oportunidad, oportunidad que aún no ha llegado, ni llegará jamás, porque el narcotraficante murió de viejo considerado benefactor de muchas obras de caridad y de su madre nunca tuvo razón ni chica ni grande, a pesar de que fijó avisos en los postes y paredes de la ciudad ofreciendo una jugosa recompensa. “Seguramente – dijo el curita de la parroquia La Buena Esperanza – el Señor se la llevó para el cielo en cuerpo y alma”. “Que Dios la tenga allá y a mí me de licencia de vivir acá disfrutando los placeres terrenales”, contestó Ángela resignada avanzando por la amplia e infinita avenida.


Caminó sin descanso, maravillada porque todo se abría a su paso por sortilegio. “El dinero lo puede todo”, solía decir. Cuando recuperó sus carnes y su belleza natural se le ocurría las cosas más insólitas. Sin embargo, era tenía por los medios de comunicación como la mujer más cuerda y humana. Una vez, ni corta ni perezosa se comprometió a desfilar desnuda con el único propósito de recolectar dinero para el regalo de navidad de los niños pobres. Y mientras la sociedad decente colocaba el grito en el cielo, la iglesia católica aprobaba la decisión de la diva como un sacrificio de suma humanidad y generosidad. El mofletudo obispo y el clero de la región se hicieron presentes con la única excusa de ser testigos de excepción para que la velada no fuera a terminar en desórdenes y orgías incorregibles. Por lo menos esa fue la única y monumental justificación que esgrimieron. Sin embargo, al decir de los presentes, fueron los primeros en violar dichas normas y principios éticos de dominar los instintos carnales. Se hicieron en primera fila y no pestañaron un segundo mientras la dama cruzaba sin remordimiento en ida y vuelta por la larga pasarela acondicionada para tal evento.  Lo hizo con gracia e imponencia. Sobre todo la imponencia que da el poder del dinero. La fama.


Desde entonces, se declaró institucional el desfile en la comarca cada año con reglamento rígido y puntual, al cual solo podían asistir los adinerados. Damas y caballeros asistían y se divertían con sus divas, las cuales eran calificadas de modelos. Se declaró con el tiempo a esta actividad profesión en las altas universidades y centros de estudio. La imagen de Ángela promocionaba el evento, carteles que eran fijados en sitios públicos para que la comunidad se contentara con eso y de paso le diera vía libre a las mujeres recatadas y otoñales que maldecían no tanto las características del evento sino su inexorable longevidad. “Mientras unos mueren otros nacen”, solía decir la bella Ángela,  dándole vía libre al golpe de suerte que le había deparado el régimen aristocrático que se presentaba como democracia en toda la república.


Y vivió así hasta que una sobredosis de su adicción personal puso fin a sus días. La aristocracia metida en sus trajes oscuros asistió a su funeral, el pueblo no paró de comentar los comentarios y la Santa Sede se pronunció mediante bula lamentando el suceso y concediéndole la llave de la eternidad. Se cumplió su dicho de que unos mueren y otros nacen…



Fin

No hay comentarios.:

Publicar un comentario