Por: Nelson Lombana Silva
La vi por primera vez en el restaurante, tenía un blujeans azul roto, la blusa pertenecía a la marca del negocio de comida. Era acuerpada de mirada agresiva y de vozarrón metálico. Tenía ajustada en su brillante cabellera azabache una cachucha azul oscura, dándole un porte enhiesto de mujer trabajadora y emprendedora. Su compañera de labor era todo lo contrario: Flaquita, menuda y de movimientos ágiles, ojos redondos y brillantes color miel.
Era la hora del almuerzo. Los comensales adormilados se movían por el salón en busca de la mesa de sus conveniencias, esperando la carta. Casi todos eran conocidos, las dos damas sabían de memoria el gusto de cada uno, así que preguntaban más por rutina que por interés de saber qué les apetecía. La tarde era bañada por una leve llovizna. Había entrado despacio, sin hacer ruido, limitándome a esperar con resignación ser atendido. Mientras ocurría, vagamente miraba la televisión. Todo era lo mismo, hasta entonces no había algo diferente.
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Foto: Internet |
No era la primera vez que la veía. Por eso, sin pensarlo la miré, estaba de espalda, conversando con las laboriosas mujeres que se movían en la cocineta sirviendo los distintos platos. Pude detallarla de pies a cabeza. Era apuesta y fresca. Me turbé, recriminándome, por qué no me había fijado en ella. “Dios santo, es un monumento”, dije desconcertado, mirándola sorpresivamente con intensidad. Me mantuve estático sin poder mirar para otro lado. El corazón comenzó a latir desesperadamente, el descubrimiento me dejaba anonadado. Mis manos temblaban como hojarasca movida por el viento huracanado. No fue fácil tomar control de mis emociones.
Fue tal la fuerza de mi mirada que ella giró de improviso y me miró. Cambié la dirección de la mirada simulando mirar el mesón. Sentí pánico. Sé que se dio cuenta, la intuición femenina es oceánica. Paralizado me mantuve hasta cuando su compañera se acercó preguntando maquinalmente qué iba a almorzar.
La mirada que me hizo fue retadora, como queriendo decir: Normal que mires así. Ambos sentimos el impacto, ella por su lado y yo por el mío. Me sentí derrotado, parecía un adolescente mirándola como la primera maravilla del mundo, mientras ella me miró fugazmente con toda la naturalidad del mundo, como quien dice: Estoy acostumbrada a esas miradas, no hay problemas.
Creo que fue condescendiente conmigo, porque se apuró a colocar en sus labios una risita, tan hermosa que suavizó un poco mi situación. No tuve valor para disculparme, tengo la certeza que ella me disculpó. Se arrimó a la mesa con los cubiertos y volviendo a iluminar su rostro con la risita, se marchó caminando como suele caminar: Con garbo y seguridad.
La vi alejarse, dando grandes zancadas, lo que me llevó a pensar que también había quedado impactada y en el fondo quería darle naturalidad al incidente, de tal manera que no pasara a mayores. Cuando su compañera regresó a la mesa con la sopa, le dije en voz baja: “¡Qué mujer más hermosa!”. Me miró con ironía, diciéndome: “¡Cáigale, estoy seguro que la hembra le copia.” Dibujé una risita de incredulidad. Por supuesto, tomé el comentario como una broma.
Comí despacio. No paraba de mirarla disimuladamente. Ella, también me miraba con ojos de gaviota. Su amiga, que goza de humor espléndido, me miró al instante de golpearle con la mano derecha el glúteo. Ella sonrió continuando con su labor de mesera, sin darle mayor importancia al incidente, más bien su risa diáfana inundó el restaurante.
Dando pasos inseguros abandoné el lugar, turbado por el incidente. Ni yo mismo daba crédito a lo que estaba sintiendo. La calle estaba húmeda, un jeep cruzaba y la manada de caninos deambulaban parsimoniosos sin rumbo fijo. De regreso a la oficina, me pregunté: “¿Qué es el amor?” No quise aventurarme a repetir el concepto que encontré en el libro de comportamiento y salud, que durante el bachillerato nos hacía leer la profesora Gladys Barrera Ortiz.
Me puse al frente del computador para continuar con las actividades pendientes, sobre todo, preparar las actividades para desarrollar con los niños de las escuelas durante el siguiente día. He de confesar que poco me podía concentrar, el pensamiento divagaba en el tiempo y en el espacio a velocidades inverosímiles. Fue un día diferente.
En medio de la confusión, que hacía mucho tiempo no sentía, traté de organizar las ideas. Lo primero que pensé era que me estaba comportando como un adolescente, asumiendo una postura cursi. “¡Qué me pasa!”, dije golpeándome la frente. Sabía que el amor no tiene ni tiempo, ni edad, ni condición económica, ni étnica. Es libre como el viento que entra y sale en cualquier momento sin ser anunciado. Vuela en todas direcciones desplazándose en una simple mirada, una risita, un abrazo o un tiempo ilimitado del denominado amor eterno. Pero, una cosa es la teoría y la otra la práctica. Decir, es relativamente fácil, lo complejo es hacer.
Sabía perfectamente que el amor es un sentimiento profundo y complejo que cualquier ser humano puede experimentar hacia otra persona, a sí misma o hacia algo que le apasiona, como la lucha revolucionaria, el deseo de transformar la realidad vigente, construyendo un mundo mágico al alcance de todos y todas. Es una conexión emocional, física y espiritual que genera sensación de bienestar, plenitud y realización.
En términos elementales, el amor es el motorcito que le da sentido a la vida y nos permite existir dignamente, encontrándole sentido a lo que hacemos a diario. Cuán grande es el amor fraternal, el amor a la vida, a la esperanza, a la naturaleza y al sueño utópico de un mundo donde los hijos entierren a sus padres, una vez cumplido el ciclo biológico. Y, desde luego, el amor hacia el ser opuesto. El amor es una divinidad que el modelo capitalista ha prostituido con la sociedad de consumo.
El sueño dorado y fugaz de la jovenzuela del restaurante no es más que una falacia fantástica iluminada por el ilusionismo, que hace decir con Pablo Neruda, “Confieso que he vivido” o quizás, del mismo autor: “Para nacer he nacido”. Esperar pacientemente, el tiempo lo define todo.
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