miércoles, 18 de septiembre de 2019

La casa del saber (Cuento)

Por Nelson Lombana Silva

1.-Como de costumbre, Sofía fue despertada por su madre para ir a la escuela. La pequeña abrió sus ojos color miel y mirando extasiada el rostro de su madre en la oscuridad del sueño, se estiró dejando escapar un suspiro lastimero. Se volvió para el rincón, pero su progenitora la movió con sus dos manos. “Es hora mi amor, levántate”. La pibe volvió su mirada pesada incorporándose lentamente dejando escapar un bostezo que se extendió por todo el cuarto. La rutina fue la misma.


Con su bolso azulado a la espalda marchó Sofía a la escuela. Recorrió el paraje frondoso de árboles, arbustos y potreros. Había ganado vacuno y caballar. Su madre la siguió con su mirada desde la altura de la pendiente y cuando estaba a punto de desaparecer de su vista la bendijo nuevamente. Al otro lado del recodo del camino, Wendy, Nicol Dayana, Karen Daniela, María Fernanda y John Gersin, la esperaban con entusiasmo.

El viento fresco de la mañana soleada rozaba el cuerpo de los estudiantes que caminaban con destino a la escuela. “¿Hicieron la tarea?”, preguntó Sofía, mientras devoraba la distancia mirando los pajaritos de vistosos colores que volaban en todas direcciones en busca del alimento. Casi en coro, los niños contestaron afirmativamente. “¿Qué hay para hoy?”, preguntó Nicol Dayana. “La profesora dijo que hoy  nos visitaría un señor”, dijo Laura Sofía. “Ah, sí, un bibliotecario”, dijo Ángelo. “¿Un bibliotecario?”, dijo Leidy Juliana. “¿Qué hace el bibliotecario?”, interrogó Juan David. La pregunta se quedó en el aire, los niños decidieron cambiar de tema.

Al llegar a la carretera, cambiaron sus zapatos. Empacaron en bolsas plásticas las botas y continuaron la marcha tomando la margen derecha de la vía. El sol mañanero iluminaba sus rostros. El perrito color negro, abandonado a su suerte por su amo, se unió al grupo moviendo tímidamente la cola. Los niños se miraron entre sí asustados, temiendo la agresividad del animal. Julián Stiven, instintivamente levantó el bordón que llevaba consigo, mientras Karen Daniela gritó pidiendo auxilio. El animalito se detuvo y metiendo su cola entre sus piernas miró al grupo con nobleza. “No es bravo”, dijo Wendy, avanzando en dirección a él. Le tocó la cabeza y el espinazo, entonces el perrito batió la cola y expresó de distintas maneras su complacencia. “¿Cómo se llamará?”, preguntó Laura Sofía, al destacar el valor de Wendy y la nobleza del perrito.  “Vamos a bautizarlo”, dijo Sofía.

Alrededor del perrito los niños comenzaron a discutir sobre el nombre. Cada quien dio su opinión y su propuesta. El perrito a un lado de la carretera se echó a descansar mirando atento el debate. Parecía interesado. No fue fácil ponerlos de acuerdo, la discusión fue acalorada e intensa. Dos nombres salieron a flote: Encontrado y Ternura. Cada quien expuso sus argumentos y al no haber consenso decidieron la votación como mecanismo para dirimir el conflicto. Wendy lideró el primer nombre y Sofía el segundo. “Me parece Encontrado el mejor nombre – dijo Wendy – porque su nombre es famoso toda vez que se encuentra en una obra del escritor portugués, José Saramago. Se parece a la descripción que hace. Lo único que le hace falta es el lucero blanco en la frente, pero eso no dice nada a la hora de la verdad”.

Sofía tomó la palabra para argumentar: “Ternura es el mejor nombre a un animalito tan noble que decide acompañarnos a pesar de las amenazas con que lo recibimos. Son muy pocos los seres que tienen la virtud de reaccionar así. Generalmente, se corresponde de la misma manera. El perrito pudo habernos agredido como reacción a nuestra reacción, pero no lo hizo. Escondió la cola entre sus piernas en señal de sumisión absoluta. Eso dice mi padre y resulta que él no dice mentiras. Nosotros lo estamos comprobando. Miren su nobleza”. Todos volvieron su mirada casi al instante. El perrito permanecía acostado en el pastal jadeante, mirándolos ensimismado.

Ante estos dos argumentos, hubo aportes en favor y en contra, no quedando otra alternativa que la votación. Sofía desprendió una hoja del cuaderno de borrador y escribiendo los dos nombres propuestos en una bolsita plástica, la agitó con fuerza. “Así no se hará la elección, se hará por votación”, dijo Wendy. La iniciativa fue aprobada por mayoría. Sofía frunció el ceño. Sin embargo, acogió el veredicto de la mayoría. Con voz entre cortada preguntó: “¿Quién vota por Encontrado?”, uno a uno fue subiendo la mano. Total 3 votos. “¿Quién vota por Ternura?”, uno a uno fue subiendo la mano. Total 3. Repitieron una vez más la votación, se presentó el mismo resultado. Entonces, decidieron el dilema  a través de la suerte. Ésta se inclinó por Ternura. El perrito movió la cola regocijado, bajo la mirada de los niños y las niñas, caminó al lado de ellos satisfecho, sacando la lengua y moviendo la cola a intervalos.

La escuela era una casona larga dividida en dos partes, una en la parte baja a la orilla de la carretera y la otra en lo alto. Estaba enmallada y para su ingreso había que cruzar un portón metálico, en el que se encontraba suspendido un candado oxidado. “Apúrense”, grito la profesora Alcira parada en el prado de la escuela. Fue un grito secó. Los niños ensimismados con Ternura reaccionaron, ajustando sus maletas contra su espalda. “¿Qué vamos a hacer con Ternura?”, preguntó Sofía. Los niños se miraron entre sí. El sol mañanero bañaba los cuerpos de los pequeños. “Entramos con él”, dijo Wendy. “Imposible”, contestó Sofía y los demás miembros del grupo. La profesora, inocente del drama de los pequeños, volvió a gritar, esta vez con más fuerza. Ternura sin dejar de batir la cola se acomodó al lado de la carretera. Miraba el grupo con infinita gratitud. “Tengo la solución – dijo Julián Stiven – dejémosle parte del recreo”. Karen Daniela frunció el ceño y sacando parte de lo que su mamá le había empacado para su recreo, lo depositó en el gramado. Lo mismo hicieron los demás miembros del grupo. El perro no probó el alimento. Sus ojos se marchitaron y sin poder controlarse latió y latió. Alcira, de piel cobriza, acudió al instante. “Fuera de aquí, perro pulguiento”, gritó empuñando el palo de la escoba. Sumiso el perro retrocedió y los niños compungidos ingresaron a la institución. El ladrido del perro fue lastimero. Insistió en ingresar pero el enmallado se lo impidió. Se echó y esperó pacientemente. No probó alimento. “Profe, usted nos ha enseñado que los animales sienten como uno”, dijo maquinalmente Laura Sofía. La docente volvió para mirarla y sin contestar se encaminó al salón.

2.- El salón era un cuarto rectangular pequeño para el grupo de estudiantes. Tenía un tablero acrílico color blanco y a su lado el dispensario de las escobas y demás útiles de aseo. El techo alto y la pintura añeja. El escritorio de la profesora era un pupitre deteriorado, el cual se encontraba a la entrada en el costado derecho. Como costumbre cada niño se fue acomodando en su respectivo pupitre colocando sus utensilios en el espaldar del asiento y otros debajo de éste. La profesora que miraba atenta el comportamiento del grupo, salió de improviso para recibir al bibliotecario.

El bibliotecario era un hombre alto, acuerpado y canoso que caminaba pesadamente como calculando cada movimiento. Vestía un blujeans azul desteñido, una camiseta blanca y sobre ella un chaleco morado. Tenía gafas. Después de saludar a la docente y explicar el motivo de su visita, entró al salón. Los niños en coro saludaron: “Buenos días, profesor”, dijo el grupo al unísono colocándose en pie. Atolondrado por el recibimiento el bibliotecario pidió que se sentara el grupo utilizando palabras poco convincentes.

Alcira, la docente, movió los brazos y sin hacer pausa presentó al bibliotecario que permanecía ensimismado mirando en todas direcciones con pánico disimulado. “Es el bibliotecario y viene a animar la vocación por la lectura”, dijo. “Hay que colocarle toda la atención, participar y estar dispuesto a aprender”, agregó, mientras caminaba por el reducido espacio. 

El grupo respondió con beneplácito la convocatoria y mantuvo durante las distintas sesiones el mismo comportamiento, un comportamiento ejemplar. El bibliotecario se presentó. Lo hizo pausadamente dejando notar su nerviosismo. Dijo su nombre, de dónde venía y cuál era la misión. Soltó una frase casi sin pensarlo: “La lectura es dulce”. Julián Stiven, no dejó acabar esta frase para decir: “O sea, que durante esta clase chuparemos dulce, ¿verdad profe?” Todo el grupo rió y aprobó por unanimidad la afirmación del niño. Incluso, la docente se unió al coro. Fue la entrada perfecta para entablar la comunión con el grupo. “Todo depende del comportamiento y del factor económico”, dijo el bibliotecario por entre los dientes.

El ambiente era tranquilo. No hacía calor, tampoco frío. Juan David, miraba en silencio al bibliotecario, acomodado en su desvencijado asiento, jugando con el lápiz y una hoja de papel. Ángelo movía a intervalo sus piernas rozando el escritorio de su vecino y Leidy Juliana, movía sus ojos inquietos, preguntando y opinando. Sofía acariciaba el cuaderno de matemáticas.

El bibliotecario sacó de su maletín de cuero lampiño tres libros y moviéndolos uno a uno los fue mostrando. “Vamos a leer uno de ellos”, dijo. Unos niños se inclinaron por el primero, otros por el segundo y otros por el tercero. No hubo consenso. Entonces, el bibliotecario se encaminó al tablero y escribió en letra grande la palabra: “Democracia”. “¿Saben ustedes, niños y niñas, qué significa esta palabra?” John Gersín, no dudó en contestar: “No sé profesor”. Nicol Dayana dijo lo mismo. Entonces el bibliotecario, dijo: “Levanten la mano los que saben el significado de la palabra: Democracia”. Ninguno la levantó. “¿Quieren saber su significado?”, volvió a preguntar el bibliotecario, moviendo sus brazos como dos aspas. “Sí, profesor”, contestó el grupo al mismo tiempo, prácticamente en coro.

El bibliotecario volvió la mirada al tablero y en frente de la palabra escribió el signo igual. “Vamos – dijo – a descomponer esta palabra así: Democracia = Demos y Cracia”. Los niños y las niñas se miraron entre sí como queriendo decir: “El bibliotecario está loco”. Entendiendo lo que los niños y las niñas estaban pensando para sus adentros, el bibliotecario los miró con seguridad y dejando escapar una pálida sonrisa continuó con su clase de literatura. “Democracia es una palabra proveniente de otro país lejano de aquí llamado Grecia. A los que viven allí se les llaman griegos. Los griegos, entonces, inventaron esta palabra que significa así: Demos = Pueblo y Cracia = Gobierno. Así las cosas, una primera definición de Democracia es gobierno del pueblo”. Los niños y las niñas rieron. María Fernanda, dijo por entre los dientes: “Eso no lo entiende nadie”. Lo mismo dijeron Karen Daniela y Nicol Dayana.

El bibliotecario no pudo ocultar su frustración. Sin embargo, no se dio por vencido. Insistió con el siguiente ejemplo: “Ustedes, vamos a suponer, es el pueblo. Cada uno de ustedes piensa y actúa diferente, pues cada personita es un mundo diferente. Sin embargo, ninguno puede vivir solo, necesita de los demás. Esa relación en comunidad tiene unas normas de convivencia y ellas se toman o se acogen por mayoría. La minoría está en la obligación de someterse a la mayoría. Eso es Democracia”.

Tímidamente, Wendy levantó la mano para solicitar el uso de la palabra. Sus compañeros y compañeras la miraron con cierto asombro: “Creo entender, profesor. La democracia es la participación de todos y todas, ¿Verdad?”. Leidy Juliana, también levantó la mano. Lo hizo con más decisión. “Profe, o sea que la democracia es la participación activa del pueblo, en este caso de nosotras y nosotros, ¿Cierto?” “Un ejemplo, profesor – dijo Julián Stiven – ¿la democracia es por decir que la profe Alcira propone algo y si todos nosotros decimos no, ganamos nosotros?”. Todos rieron y no hubo quien dijo que Julián Stiven era un revoltoso que siempre iba contra la corriente. La algarabía se formó y el bibliotecario no atinaba a cómo traer la calma. Sin embargo, por dentro se sentía satisfecho porque había hecho el milagro de que los niños y las niñas opinaran. Además, lo que decían tenía mucho de lógica. En realidad era una doble satisfacción que latía en su corazón.

“No voy ni a negar, ni a afirmar cada una de sus opiniones”, dijo el bibliotecario tomando nuevamente en sus manos los tres libros. “Vamos a llevar a la práctica la democracia”, insistió escribiendo en el tablero acrílico el nombre de los tres cuentos. “Vamos a numerarlos”, agregó. “¿Están de acuerdo?”, preguntó. “Sí, profesor, dijo el grupo en coro”. “¿Quién está de acuerdo con el número 1?”, preguntó. Levantaron la mano tres niños y una niña, para un total de cuatro. “¿Quién está de acuerdo con el número dos?”, volvió a preguntar. Levantaron la mano cinco niñas. “¿Quién está de acuerdo con número 3?”, preguntó nuevamente el bibliotecario. Levantaron la mano tres. El bullicio volvió nuevamente con alta intensidad. Todos querían hablar y nadie escuchar. Después de dejar pasar algunos minutos, el bibliotecario llamó a la calma. No fue fácil que el salón quedara en silencio nuevamente. Cuando esto ocurrió, el bibliotecario se inclinó para preguntar: “¿Qué número debemos tener en cuenta para hacer la lectura hoy?” Sofía se apresuró a contestar: “El número 2, profesor”. “En la próxima lectura será el 1”, opinó Leidy Juliana. “¿Entonces, el número 3 será para la siguiente semana, profesor?”, preguntó Wendy un tanto desanimada. “Por supuesto que sí, dijo el bibliotecario moviendo el cuento “ganador”. “Eso es democracia”, dijo al comenzar la lectura.

No fue fácil acostumbrar a los niños y a las niñas de esta institución educativa a la práctica de la Democracia y tienen razón en la medida en que ni sus padres toman la iniciativa de no practicarla por desconocimiento, miedo o inseguridad y sin tener conciencia y conocimiento la suelen delegar a personajes oscuros que no pertenecen a su clase social. Así que el esfuerzo estoico de los pequeños se debe dimensionar aquí y en Cafarnaúm como dice el dicho popular. Bajo ese criterio el bibliotecario marchó una vez la campana anunció que el tiempo se había copado. “¿Cuándo vuelve, profesor?”, preguntó Leidy Juliana. “Dentro de ocho días”, contestó la profesora Alcira al regresar al salón y preguntar por el comportamiento de los niños. “Excelente”, dijo el bibliotecario al salir custodiado por varios niños y niñas que lo acompañaron hasta el portón metálico. “Que vuelva de verdad”, insistió Sofía.

3.- Al terminar la jornada los niños y las niñas regresaron a sus casas. La primera en salir fue Sofía. Lo primero que vio al abandonar el portón fue a Ternura, estaba echado pendiente del enmallado. Sus ojos brillaban de ansiedad. Al verla salir el noble animal se abalanzó sobre ella expresándole el amor impoluto y sincero. Sus ladridos retumbaron con fuerza en el sector. Wendy gritó con singular asombro: “El perrito no probó el alimento”. Leidy Juliana comprendió que aquel animal era fuera de serie. No había probado sus alimentos y se mantenía leal en espera de sus amigos y amigas que fortuitamente había conseguido durante la mañana. Joan David, estaba seguro que no volvería a verlo. Era lo más lógico porque a pesar de haber sido condescendiente con los pequeños no dejaba de ser animal.

En fila india los niños tomaron el carreteable como de costumbre, el perro color negro azabache los siguió moviendo a intervalos la cola; jadeante, el noble animal estaba pendiente del grupo. En la partida, todos se detuvieron a definir qué rumbo tomaría Ternura. La decisión era compleja, porque todos querían llevarlo a casa, pero a su vez, estaban seguros que no sería admitido por sus padres. Entonces, ¿Qué hacer? El debate fue intenso. Cada vez que el debate subía de temperatura Ternura ladraba como  solicitando compostura. No era partidario de la vocinglería estridente y por el contrario, parecía identificarse con la tolerancia y la compostura. Así lo entendieron los niños y las niñas, hablando con más suavidad y compostura.

“El perrito me corresponde a mí – dijo Wendy – porque yo lo encontré y no me dio miedo acercármele y entablar amistad con él, pero si lo llevo a casa mis padres me castigarán. Estoy segura que mi madre dirá: ¿En dónde encontró a ese pulguiento? Se devuelve ya y lo deja donde lo encontró”.

“Eso mismo dirá mis padres – dijo Joan David – mi padre saltará de la ira, golpeará el piso y me ordenará devolver el perrito so pretexto de ser castigado y el castigo de mi padre es cruel, usualmente usa la correa o el perrero de espantar el ganado. El miedo al castigo me impide llevar a Ternura, ¿Qué hacemos?”

Uno a uno fue explicando sus motivos por los cuales no podía llevar a su hogar al perro. John Gersin, que había permanecido taciturno escuchando la polémica, tomó la palabra y dijo: “Al cruzar el riachuelo hay un cuarto abandonado, deberíamos organizarle allí su habitación y dejarle de comida lo que no consumió Ternura por la mañana”. La propuesto cayó entre el grupo como una bomba, la algarabía se intensificó teniendo que intervenir Ternura con sus latidos. “Me parece genial”, dijo Nicol Dayana. “Esa es”, pronunció Joan David.

Sin pensarlo más, el grupo se encaminó a la pequeña habitación abandonada, que estaba ubicada en un recodo del camino, en una pequeña planicie. Era pequeña, terrosa, paredes mugrientas y techo de zinc ocre. Mientras Leidy Juliana jugaba con el perro recostada en el pastal, sus compañeros y compañeras preparaban de la mejor manera la morada al considerado “mejor amigo del hombre”.  Cortaron ramas de escobo y liándola con el pequeño cordón de los zapatos de Julián Stiven, barrieron la pequeña piecita. Acomodaron los enseres, una pequeña banqueta rectangular y tres trozos de tabla tosca. Nicol Dayana lavó en la quebrada un pequeño recipiente blancuzco y la tapa de un frasco rojizo. En el primero, colocó agua y en el segundo los alimentos que el animal no había consumido en la mañana. El viento fresco acariciaba el rostro de los pequeños que activamente acondicionaban el lugar. “Ternura, ¿Se quedará?”, preguntó en voz alta Leidy Juliana, terminando de ajustar la portezuela, sujetándola con la pequeña cabuya que encontró en el pequeño botalón ubicado en la parte posterior.

Acondicionado el local, Wendy empujó la portezuela y entró con Ternura. Sus ojos se nublaron. El animal la miró batiendo la cola con tristeza. No quería separarse del grupo. Le ató la cuerda al cuello y liando la soga a la pata de uno de los postes del rancho, lo abrazó y salió despacio. Afuera, los demás miembros del grupo contemplaban la escena triste en silencio. Adentro, el perro no paraba de ladrar. Wendy, dio media vuelta regresando mirando a Ternura por la pequeña ventanita. “Cálmate – le dijo – más tarde volveré a traerte la cobija”. El animal refunfuñó acomodándose sobre las tablas. Wendy volvió al grupo cabizbaja y meditabunda. “Eres valiente”, dijo Ángelo al despedirse del grupo. Wendy no dijo nada, también se alejó tomando la pendiente. El grupo se disolvió en la partida. A cada quien le atormentaba los ladridos lúgubres de Ternura, golpeando la vetusta puerta, pues en tan corto tiempo habían entablado una relación de amistad impoluta entre sí. Ninguno quería separarse del animal, ni el animal de ellos, pero no había otra posibilidad. “La separación es dura – dijo Leidy Juliana – pero, es más duro el olvido. Hoy mismo hablaré con mis padres, ¿Qué tal que me lo acepten en casa?”

4.- La mañana despercudida avanzaba inexorable. El sol picante aparecía a intervalos entre las nubes grisáceas. Era un fenómeno natural propio de la región. El bibliotecario llegó como de costumbre a su actividad. Los niños y las niñas, ya compenetrados con él, lo saludaron efusivamente y mirando la maleta amarillenta hicieron chistes graciosos. “Como que se le olvidó los dulces, al profesor”, dijo Leidy Juliana dejando escapar un risita burlona. Quien lo creyera. La profesora Alcira apoyó la iniciativa, mejor dicho, todo se volvió un verdadero bumerang. El bibliotecario no perdió la calma. Por el contrario. Saludó la solicitud. Se daba cuenta así que el público infantil se iba compenetrando con su actividad central. Aprovechando la coyuntura, lanzó propuesta espontánea, sin medir consecuencias: “Hoy quiero proponerles un Pacto de amor por la Lectura”. Lo dijo sin rodeos. “El dulce mejora el opinador, profesor”, dijo Wendy. “No me cabe la menor duda – agregó  Nicol Dayana – la lectura es dulce, ¿Verdad, compañeros?”. La gritería no se hizo esperar.

Moviendo las dos manos, el bibliotecario pidió silencio. Después de insistir e insistir, se hizo un relativo silencio, silencio que aprovechó para explicar su iniciativa con más detalle. “Hay dos elementos claves: Leer y Cuidar los libros – dijo – leer es un acto necesario de la especie humana con el único propósito de comprender la dinámica del mundo, incluyendo la especie humana, actividad que no se debe forjar a la fuerza, sino utilizando la metodología del convencimiento y la pedagogía de la ternura”. “¿Ternura?”, dijo asombrada María Fernanda, mirando a sus compañeros de clase. “Ternura se llama el perro que hemos adoptado”, expresó Karen Daniela agitando los brazos sobre la cabeza de Nicol Dayana. El bibliotecario reaccionó con viveza y extrañado pidió que le contaran la historia del perro Ternura. Como una cascada los niños y las niñas contaron con detalles sutiles toda la historia. El bibliotecario se estremeció presa de la emoción, destacando la odisea de los pequeños. “Los animales – dijo – sienten como nosotros, nosotros mismos somos animales, que nos diferenciamos de ellos porque tenemos la capacidad de raciocinio y definir conscientemente entre lo bueno y lo malo. Sin embargo, creo que en el siglo XXI, el mejor amigo no es el perro, sino el Libro”.

“¿El Libro?”, gritó asombrado Joan David, golpeando el pupitre con su mano derecha. “Sí”, dijo el bibliotecario con pasmosa serenidad y seguridad. “Eso no lo creo posible”, protestó Karen Daniela. “¿Nos podría explicar por qué?”, preguntó John Gersin poniéndose en pie. Lo dijo con incredulidad. La mañana fresca entraba a borbotones por la angosta puerta principal.

El bibliotecario se paró erguido en el centro del aula y mirando a sus pequeños discípulos comenzó a argumentar por qué consideraba que el Libro es el principal amigo del ser humano. Su rostro taciturno y sereno generó autoridad. Los niños y las niñas guardaron la mejor compostura. Escucharon con atención la argumentación. Durante diez minutos bien contados, el bibliotecario relató su argumentación.

Su relato comenzó así: “¿Quién es el mejor amigo? El mejor amigo es aquel que quiere lo mejor para la otra persona. Es sincera. No miente, ni engaña, ni embrutece. El amigo, amigo, es aquel que lo ayuda, le da un buen consejo, lo corrige, es decir, lo critica y busca lo mejor para la otra persona. El verdadero amigo no es orgulloso y está en primera fila, tanto en la alegría como en la tristeza de su amigo. Lo defiende. Habla bien de él en todas partes”.

“Eso lo hace solamente el Libro. No miente. No dice babosadas. Enseña. Corrige. Anima. Recrea. Está presente en las buenas y en las malas. Empuja. Da buenos consejos. Sí, queridos niños y niñas, el Libro es el ángel de la guarda que enseña a pensar, a tener autonomía, personalidad y orientación. Una persona que no lee es como un ciego que no sabe para dónde va. Es más, quien no lee está propenso a ser manipulado fácilmente, engañado, explotado y vilipendiado. La persona ajena a la lectura es huraña, creyente, mezquina. Es más: No es alegre. No tiene planes definidos, ni proyectos concretos. El iletrado va porque otros van, camina porque otros caminan, piensa con cabeza ajena y está a merced de la miseria, la violencia y el infortunio. Yo diría, niños y niñas, que el libro es la casa del saber. En él está todo el conocimiento, lo mejor para todos y todas. Lo escrito, escrito está y se conservará en el tiempo y en el espacio. El libro nos enseña el origen del hombre, de dónde viene, qué hace y para dónde va… Es más: Explica el movimiento, las etapas que ha vivido la humanidad en su desarrollo… En fin, el Libro nos enseña a vivir y convivir en paz, a ser tolerantes, amigos entre sí, respetuosos de la naturaleza y creadores de un mundo más justo y humano”.

Cuando terminó su disertación los niños aplaudieron. “Nadie nos había hablado tan bonito del Libro”, dijo Julián Stiven. “¡Ah! Leer no es perder tiempo como dijo mi padre ayer mientras yo leía en el prado. Furioso casi me pega porque no hice el mandado inmediatamente. Le dije que estaba terminando una página y no me quiso complacer”, dijo John Gersín.

“Es decir, profesor: La lectura es como una colombina: Deliciosa”, dijo Nicol Dayana con cierta ironía, mirando el maletín. “Es cierto – dijo el bibliotecario – sacando la bolsa de dulces y colocándola al alcance de los pibes.

Y, mientras los niños y las niñas disfrutaban la colombina, el bibliotecario dio lectura al Pacto de Amor por la Lectura y el cuidado de los libros. Fue un documento corto y sustancioso. En su considerando afirmaba que la lectura contribuye al desarrollo integral de la persona en comunidad, generando vida, paz, salud y compromiso ético. Que la lectura contribuye a la adquisición de conocimientos en distintas áreas del saber y que los niños voluntariamente están dispuestos a leer mucho y a cuidar los libros. “De ahora en adelante tendré claro que los libros sienten como sentimos nosotros”, dijo Sofía. “Son seres maravillosos que nos dan amor, conocimiento y sabiduría”, agregó Karen Daniela. “Respetaremos y haremos respetar el Libro en adelante, profesor”, anotó Leidy Juliana. “¡Viva la lectura! ¡Vivan los Libros! ¡Viva el saber! ¡Viva el cuidado de los Libros! ¡Vivan las bibliotecas públicas!, dijeron los estudiantes henchidos de amor y esperanza en esa ventana que se abre y que se llama: Lectura. Satisfechos firmaron el Pacto y de una vez comenzaron a leer el libro que les correspondió por azar…

FIN

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